Hay una magia inexplicable en los niños. Los envuelve el misterio de atrapar con sus emociones y sentimientos todo aquello que los rodea, de colorear el mundo y a la gente.
Si sonríen se desborda una energía que entibia el alma y, por un instante, parece que todo se resume a esa cara feliz; pero si la tristeza los embarga, si un sesgo de dolor les atraviesa el rostro, no hay imagen más sobrecogedora.
Es por eso que existen pocas cosas en el mundo tan sagradas como el deber de proteger esas sonrisas, sobre todo, porque esta humanidad, muchas veces egoísta, atormentada e insensible a tan valioso tesoro, los arrastra de manera cruel, lacerante y prematura al ojo de sus innumerables huracanes.
Sin embargo, esa innegable y dura realidad no es de manera absoluta la imagen del presente y futuro de los infantes de la Tierra. Existen muchas buenas voluntades dispuestas a proteger la esperanza de la «esperanza» del mundo. Entre esos empeños que sin descanso apuestan por hacer del nuestro un planeta más seguro, justo, con iguales derechos y oportunidades para todos los niños, merece especial mención el de nuestra Isla.
Es admirable y única la certeza de garantías para una vida plena que ofrece Cuba a sus pequeños. Los que hemos tenido la dicha de vivir nuestra niñez bajo el amparo de la Revolución podemos dar fe de cuánto desvelo, preocupación y minucioso cuidado pone esta sociedad en función de sus infantes.
Si por demás han nacido aquí nuestros hijos, es doble el agradecimiento a un país que, por la coherencia entre políticas públicas y acceso a los derechos más elementales, con el fin de propiciar un completo bienestar a tan preciados y maravillosos seres, se erige como ejemplo ante el mundo. Un país que cuida al nuevo ser desde el vientre materno, y no escatima para ello ningún recurso material ni humano.
Quizá sean los duros momentos vividos durante la pandemia el ejemplo más reciente de esa verdad. El esfuerzo titánico de este Estado y sus instituciones permitió no solo que cada uno de los pequeños cubanos infectados por el virus recibiera la más esmerada de las atenciones, sino también que fuera esta –una nación terriblemente bloqueada, asediada por campañas de odio y constantes intentos de descrédito– la primera que en el orbe vacunara de forma masiva a su población pediátrica a partir de los dos años de vida.
Es este también –el país que ofrece total protección a los pequeños que por diversas razones carecen de amparo familiar– el que ha suscrito los acuerdos y convenciones internacionales que apuestan por la acción conjunta en favor de la infancia; el que hoy promueve un nuevo Código de las Familias que amplía el alcance de sus derechos y de la responsabilidad de los familiares y de la sociedad para con ellos.
Mucho hay que nos permite celebrar con sano orgullo este 1ro. de junio, Día Internacional de la Infancia. Pero que conste, aunque no se cuenten los nuestros entre los millones de niños lacerados para siempre por flagelos solubles, si obramos con más humanismo, es ese un motivo para que, desde el ejemplo y el compromiso, no dejemos nunca de luchar para que siempre sonrían.