Tiene 16 años, en la lengua dos piercings; el brazo derecho está casi totalmente cubierto por tatuajes, sus uñas revestidas de acrílico están pintadas de un rosado tenue; entre las manos un teléfono celular, parece moderno y de calidad; viste ropa ceñida y corta; cuesta comunicarse con ella, carece de fluidez en el lenguaje. No obstante, aspira a ser “alguien grande”, quiere éxito y lo quiere ya, tanto es así que dejó los estudios: ¡para triunfar!…
Y aunque solo hablé con ella unos minutos, aquí está, de protagonista, porque como mujer, madre, profesional y cubana a la que le preocupa inmensamente el futuro de esta nación, me horroriza pensar cuál es el camino que ven los jóvenes ante sí como una senda que los pueda conducir al triunfo.
Reside en una comunidad vulnerable. La manera en que vestía, lo que ha hecho a su cuerpo, deja ver a las claras que no son justamente desventajas económicas las que marcan su cotidianidad, pues quien no tiene qué poner a la mesa no puede invertir en los cuidados estéticos de su preferencia.
La falta de participación en los beneficios y recursos sociales es lo que se define por marginalidad, y supuestamente son individuos que no están en capacidad de superar esa situación por sí mismos, pero ¿cómo poner coto a las decisiones personales que apuntan en esa dirección?
Es cierto que hoy los graduados universitarios, salvo en pocos sectores, figuran entre los de peores ingresos en el país; y que muchos han dejado de lado sus profesiones por oficios mejor remunerados. Pero desaprovechar las oportunidades de superación personal tendrá consecuencias, es algo que probablemente esa adolescente no entienda en estos momentos, pero la escuela, la familia, ¿agotaron todas las posibilidades? ¿Cómo saber que ya no vale la pena insistir? ¿Quién tiene la certeza de que no escuchará ninguna razón?
La motivación es esencial, lo sé; no obstante, me cuesta asimilar que jóvenes con posibilidades ante sí renuncien a las opciones que les ayudarán a buscar derroteros en aras de su propio bien, y que en el entorno se acepte como algo natural.
En el mismo espacio que estaba esa muchacha, otro joven con el que dialogué, confesó que abandonó la Licenciatura en Educación en Biología; eran un grupo de casi 30, desde infantes hasta veinteañeros; ya sabemos que las acciones tienen más peso que las palabras, ¿en un futuro no estarán replicándose esos ejemplos entre los que ahora son niños?
Me encantaría equivocarme, pero a mi juicio, la adolescente de esta historia tiene más probabilidades de ser una madre inmadura que “alguien grande”, quizás en unos años sea de las mujeres con una prole numerosa y carente de hogar u otros recursos para su sustento.
Nadie va a negar que nuestra economía va mal, que nos faltan alegrones, pero si nosotros mismos apagamos las luces que tenemos, después no es lícito quejarse de las penumbras.
En este caso no es alguien que abandonó los estudios para vincularse laboralmente y contribuir al sustento familiar, que los hay y no pocos; se trata de un sueño de trascendencia irreal. A las familias nos compete alimentar las ilusiones de los más jóvenes sobre sustentos sólidos, objetivos.
Prepararse profesionalmente es a ojos vistas mucho más sensato que creer en hadas madrinas o milagrosos destinos que traerán fama, bonanza y éxitos; entenderlo evitará sinsabores y acercará más a esos propósitos de triunfo, que es diferente para cada cual, pero que no suelen gestarse bajo el manto de la ignorancia.
A nivel social cada individuo que renuncia al desarrollo de sus aptitudes y capacidades, sin otra excusa que apostar por el menor esfuerzo, es un lastre; no hagamos la carga más pesada, ya que el acceso a la instrucción no forma parte de las carencias que padecemos.