“Locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”. La frase se atribuye a Einstein, pero pueden ser esas palabras la mejor manera de resumir la ineficacia de los mensajes educativos y llamados a la ciudadanía para promover un actuar responsable y el cumplimiento de las medidas higiénico sanitarias que eviten la propagación de la COVID-19.
Pues bien, probemos algo distinto.
Como nación nos gusta el protagonismo y competimos con grandes potencias mundiales en varias esferas. Esta vez no tenemos a nuestro favor la densidad poblacional, por lo tanto, en números globales no podremos aportar gran cantidad de casos, pero si nos “esforzamos” y seguimos elevando los índices de contagio tal vez alcancemos tasas de incidencia referenciales.
A eso es posible añadir “una cuota” de negligencia, neguemos los síntomas en las pesquisas, demoremos un poco la concurrencia al médico cuando estos aparezcan y haremos un “aporte significativo” al propósito de malograr el quehacer del personal de la Salud. Por cierto, los que están en áreas cerradas cuidando a pacientes graves y críticos para arrebatárselos a la muerte no escuchan los aplausos de las nueve pero sí constatan el efecto de las indisciplinas.
No desinfectemos las superficies, pongámonos el nasobuco única y exclusivamente si hay cerca algún inspector, ¿para qué, si esos “trapos” solo han mostrado un 95 por ciento de eficacia en contener la transmisión? Decidamos quienes son los más vulnerables de la familia y saquémoslos a la calle, delante los ancianos, si son hipertensos y diabéticos, mejor; no olvidemos a los niños, embarazadas y cualquier otro que padezca de enfermedades crónicas o deficiencias en el sistema inmunológico, es en ellos que se ensaña el SARS-Cov-2, ayudemos a ese “indefenso” virus a incrementar la letalidad.
Podría seguir, pero la sensatez supera a la rabia y la impotencia: es inconcebible que sigamos jugando a los superhéroes, desafiando una enfermedad cuyo alto nivel de transmisibilidad no deja dudas; sujetándonos a esa esperanza de que “A mí no me va a pasar”.
“Una comidita familiar” y vengan abrazos, besos, intercambios de vasos y molotera.
“Lo dejé salir a jugar con los amiguitos, es muy duro el encierro”: más de una docena de infantes juntos sin mascarillas.
“Ya no aguanto más sin ver a mami, papi, abuela…”, y con tanta nostalgia allá van las muestras de afecto y luego ¿cómo lidiar con la culpa?
Ejemplos sobran de cosas simples que salieron mal. Que es difícil lo sabemos y sufrimos en carne propia, algunos con más intensidad que otros. Porque las carencias no golpean por igual en cada familia; ni las maneras de sobreponerse a la soledad, el distanciamiento o la capacidad de emplear el tiempo útil son idénticas para los individuos; eso sí, parece que cuidarse sin importar la magnitud del sacrificio personal es la mejor opción al alcance de todos.
Dejemos de lado tozudez, desidia, indolencia, bravuconería o blandenguería y asumamos que el riesgo es real y no hay barrera más eficaz que la RESPONSABILIDAD, sí, está escrita en mayúsculas, que según los códigos de comunicación es como gritar, tal vez es que algunos solo entienden con el vapuleo.
Es decepcionante seguir apreciando las indisciplinas en las calles, el irrespeto por el derecho del otro a protegerse; las personas te tocan, algunos insisten en el saludo, no faltan los que persisten en reuniones o celebraciones; son tiempos de excepcionalidad, comportémonos a la altura y renunciemos a todo lo prescindible, que puede ser necesario, pero no trascendental, estamos hablando de preservar la vida y ante esa urgencia solo prevalece aquello con lo que compite la sobrevivencia.