Hace poco conocí a un hombre que dejó el magisterio para trabajar la tierra. En ese empeño lleva 35 años. Asegura que nunca ha cogido vacaciones, no es posible para quien se dedique a la agricultura.
Las comodidades que tiene hoy las ha sudado, literalmente, en el surco. Vive en un pueblo donde se paga el jornal a 1 000 pesos diarios, y no solo a causa del éxodo de la fuerza de trabajo hacia la ciudad o a otros países, sino porque es muy difícil encontrar a alguien que por menos de esa cifra esté dispuesto a “doblar el lomo” al sol.
Él, como muchos otros campesinos, tiene que lidiar con trabas burocráticas, escasez de recursos, altos precios de insumos, las fluctuaciones de las fichas de costo y una lista de contratiempos que muchas veces provocan la desmotivación de quienes decidieron un día poner un pedacito de tierra a producir.
A veces escuchas que algún guajiro perdió su cosecha entera de mango por problemas de transportación, otros son multados por vender, a la población, los mismos pimientos que sembraron y tanto esfuerzo llevó; muchos se enfrentan hoy a un proceso de bancarización que les resulta complejo hasta para recibir los créditos que necesitan para financiar una campaña de frío.
Sin embargo, siguen ahí. Claro, también están aquellos que se olvidan de la realidad y trastocan su amor por la tierra y el trabajo honrado en signos de pesos que acuñan a expensas de la necesidad ajena.
Diversas causas, algunas objetivas y otras más subjetivas, provocan que en Pinar del Río haya más de 36 000 hectáreas de tierra en desuso. Y esa cifra se refleja en la incertidumbre que vivimos cada día en temas de alimentación.
Lo más fácil para muchas personas en la actualidad es montar un quiosco para revender la mercancía que importan las mypimes. El trabajo es a la sombra, sin mucho esfuerzo, solo hace falta un buen trato al cliente (que no siempre es así) para intentar “mover” el producto.
Y vemos entonces las calles de la ciudad, y también de los pueblos rurales, repletas de pequeños negocios con cervezas y galletas a precios inalcanzables.
¿De qué vale repetir en todos los escenarios que hace falta producir más, si solo se queda en eslóganes y en consignas? ¿Quién asume el sacrificio de desmontar una caballería de marabú? ¿Para qué denunciar los precios especulativos de los carretilleros cuando no se respeta el tope que establecen los gobiernos locales y nada pasa?
A aquel guajiro le llevó 35 años tener, además del caballo, un carro, una moto. Algunos logran tener un tractor, mejorar su casa, acomodar a la familia. ¿Y acaso está mal? ¿Por qué hay quienes miran de reojo el resultado de tanto sacrificio? ¿No fue para mejorar la vida del campesino que se hizo una Reforma Agraria?
La tierra da buenos frutos, de eso no hay dudas, pero lleva dedicación y entrega total. El campesinado cubano siempre responde cuando se le necesita, a pesar de las batallas que enfrenta, incluso, contra los caprichos de la naturaleza.
Pero la tierra no se cultiva sola, primero tiene que servir el hombre, como decía Martí. Además de eso, el trabajo en el campo requiere de motivaciones, incentivos, acompañamiento y asesoramiento, al mismo tiempo que se le pone el corazón. ¿Qué sentido tiene dejar la vida en el surco si no le sacas provecho?
El trabajo en el campo en Cuba es una necesidad si en verdad pretendemos alcanzar la soberanía alimentaria, y muchas veces pensamos que ese rol está solo en las manos de quienes no se despegan de los sembrados, pero ellos solos no pueden echarse a sus espaldas a un país entero.
Producir, de verdad, es la única vía para garantizar el alimento que necesitamos, es la única vía para evitar la especulación y los exorbitantes precios. Las consignas sobran, está comprobado que no resuelven los problemas.