El 16 de junio de 1975, Jesús Orestes Arteaga Nogueira, natural de la carretera a San Juan, en el municipio Pinar del Río, se tituló como técnico-medio en Medicina. Fue uno de los días más felices de su vida, estaba un paso más cerca de su sueño de hacerse doctor; pero la alegría acabaría apenas ocho jornadas más tarde, cuando lo reclutaron para un servicio militar especial de tres años de duración.
El muchacho se sintió frustrado. Le pareció inútil todo el tiempo becado lejos de la familia y las horas que había dedicado al estudio. En breve empezaría su entrenamiento como guardia de prisiones y sentía que aquello lo mataría por dentro.
Una mañana el teniente coronel José Antonio Mederos se personó en la unidad donde radicaba Jesús con el fin de seleccionar soldados para el Cuerpo de Bomberos de Pinar del Río.
“Me le acerqué antes de que empezara la formación y le comenté mi disposición de unirme al grupo que estaba a punto de organizar. Yo había participado de niño en círculos de interés de incendio y me atraía un poco aquel mundo”, relata el mayor Arteaga, a quien por entonces las ropas le bailaban en el cuerpo.
“Mederos me dijo: ‘Claro, pásate para acá’ y fue así que comencé en este oficio por el que más tarde desarrollé una afición especial. Gracias a ello me fue posible sobrellevar la decepción de no haber sido médico”.
La capacitación inicial duró 21 días. Luego le asignaron sus primeras guardias en compañía de bomberos profesionales que le transmitieron sus conocimientos y sus trucos para realizar con éxito un trabajo tan sacrificado.
En la escuela nacional de bomberos Mártires de la calle Patria, situada en el consejo popular Versalles-Coronela del municipio habanero La Lisa, aprendió estilos de trabajo soviéticos y estadounidenses. Sudor y empeño dejó sobre el polígono de entrenamientos de dicha institución, donde se familiarizó con técnicas de protección personal y con el uso de mangueras y otros instrumentos.
Una noche, mientras estudiaba con sus compañeros en los cubículos, le inquietó un extraño resplandor que se observaba desde las ventanas. Minutos más tarde recibieron la noticia de un incendio en un polvorín y almacén de combustible de las Fuerzas Armadas localizado allí mismo en La Coronela.
“Había un comando en la misma escuela y enseguida nos alistamos para participar. Mi trabajo consistió en secundar al bombero número uno en el despliegue combativo y el manejo de los diferentes equipos”, refiere.
“Aquella noche en el polvorín, las balas empezaron a dispararse solas y temí que alguna me alcanzara; pero luego me concentré en mi tarea y lo olvidé todo.
“Seis horas pasaron sin que yo notara lo cansado que estaba; fue entonces cuando supe lo mucho que me gustaba ser bombero”, asegura.
Ayudó a combatir varios siniestros más en la capital como el del círculo infantil Le Van Tam, saboteado por enemigos de la Revolución el ocho de mayo de 1980, y el de la fábrica de zapatos Amadeo, donde socorrió a dos mujeres que habían quedado atrapadas cerca de un local donde se almacenaba una tinta altamente inflamable.
Otros hechos evoca el bombero, como la vez que controló con sus colegas la ignición de una hilera de tanques en la planta de asfalto de la carretera Luis Lazo en Pinar del Río o las operaciones de rescate efectuadas durante una tormenta que azotó a Vueltabajo entre el 24 y 25 junio de 1992.
“Recuerdo haber visto cosas inéditas aquellas jornadas, como dos jóvenes pescadores que salvaron sus vidas trepando sobre un monte de aromas en una zona próxima a Río Feo. Abrazados al techo de yaguas de su casita en San Luis nos encontramos también a los padres de Ciprián Padrón, quien fue pitcher de los equipos pinareños”, rememora.
Añade que el agua llegó a alcanzar la altura de una palma, que casi muere cuando la lancha donde realizaba las evacuaciones fue impactada por una empalizada; provocada por la apertura sin previo aviso de las compuertas de la presa El Guayabo. La corriente era tan fuerte que arrastró a la dotación casi un kilómetro río abajo.
Los reflejos rápidos y la preparación física que Artega había heredado de su oficio lo salvaron aquel día. Atinó a zafarse el cinto de cuero que traía puesto en el pantalón y con este pudo asirse a un tronco y retener además al técnico de rescate que lo acompañaba.
“En situaciones como esas la mente se acelera, piensas más rápido, de alguna forma sabes qué hacer”, confiesa. Se necesita coraje y amor para dedicarle tantos años a una labor tan arriesgada como la suya, en su caso han sido más de cuatro décadas.
“La familia de un bombero vive en un susto constante”, dice y menciona a los dos hijos varones que la vida le dio y a las dos hembras que crió como propias y que son sus niñas a pesar de lo crecidas que están.
En su centro de trabajo lo consideran un maestro. A los jóvenes colegas les dedica a diario sus palabras sabias:
“Por más que te expliquen cómo proceder, por más que estudies, memorices y practiques una y otra vez los protocolos, nada se compara con vivir la experiencia por ti mismo. Nadie puede enseñarle a tu cuerpo a controlar el temor, a correr hacia el peligro aun cuando tu instinto de conservación te grita lo contrario, a luchar contra esas pulsaciones en el estómago que a ratos te inmovilizan; pero si logras dominarlas, si consigues resistir la primera media hora, ya no querrás dejar de sentir esa adrenalina jamás”.