No es raro por estos días escuchar que “a Manolo le comieron una vaca anoche”, “a Juana le llevaron las gallinas del patio y la colcha de limpiar”, “a Tania le robaron la escoba y los ganchitos de tender”. Los últimos hasta pudieran provocar risa si cada uno de estos ejemplos no se correspondieran con la más viva y cruda realidad.
Sus autores son aquellos a los que los más viejos llaman un ladrón barato, un ratero, un bandido de poca monta y aunque nunca han desaparecido del todo, es cierto que muy poco se escuchaba de hechos delictivos de esta índole, a excepción del sacrificio ilegal de ganado mayor y venta de sus carnes, cuya recta interpretación como delito contra la economía nacional fue ratificada por el Tribunal Supremo Popular.
Estos en los que vivimos, son tiempos de contracción económica, de escaseces, tiempos en los que la capacidad de compra del salario es mínima, los precios andan por los cielos, y bien es sabido que en contextos así, el vandalismo, los robos y la delincuencia tienden a desarrollarse.
Según datos aportados por la Fiscalía Provincial se han incrementado los delitos contra la propiedad, entre los que resaltan el hurto de motorinas; el sacrificio de ganado, fundamentalmente vacuno y equino; el robo en patios y contra las cosechas de campesinos.
Es una realidad que alarma más por lo que ello significa para la sociedad que por la connotación de los hechos en sí. Evidencian detrimento de los valores, pero también permisibilidad. Y no puede ser.
Nada justifica apropiarse de lo ajeno; nada justifica entrar a un patio en horas de la madrugada a tomar este o aquel objeto por simple que sea; nada justifica que en un saco se lleven todas las gallinas de una cría, porque por mala que esté la situación, desde pequeños aprendimos que lo que no es de uno no se toca.
El papel de la policía también tiene mucho que ver, pero nadie denuncia el robo de objetos menores y que no por ello afectan menos la economía familiar. Nadie denuncia el hurto de sus aves de corral que muchos problemas resuelven en la mesa del cubano; casi nadie denuncia que le robaron el maíz del campo, y cuánto sudor dejó ese campesino en el surco para lograr su cosecha; nadie denuncia que le sustrajeron un tanque para agua, y a veces hasta una bicicleta.
A sabiendas de que no pocos achacarán la situación a la compleja realidad que vive el cubano y en ella intentarán justificar este tipo de actos, nada es más cierto que quien fue educado en valores, en sociedad, prefiere buscar otras alternativas antes que cometer un delito.
Por otra parte, está el enfrentamiento. Debe caer todo el peso de la ley sobre quienes prefieren vivir de lo ajeno, sobre quienes sin escrúpulos “no las miden” para escalar por los balcones de un edificio y llevarse las toallas y todo lo que encuentren en él.
Pareciera que no hacen mucho daño, pero un país debe vivir en el marco de la civilidad, entendida como el “comportamiento de la persona que cumple con sus deberes de ciudadano, respeta las leyes y contribuye así al funcionamiento correcto de la sociedad y al bienestar de los demás miembros de la comunidad”.
Lo último que necesitamos los cubanos hoy son que actos como los citados se hagan normales; que se asuma como natural que a uno le roben, que incluso se asuma la responsabilidad por no dejar protegido bajo cuatro llaves nuestro bien.
Una sociedad tiene como núcleo básico a la familia, ese espacio pequeño que hemos asumido diverso en el Código y en el que deben primar, ante todo, los afectos y el cariño. Y es en él también donde se educa para el futuro, donde se forman las nuevas generaciones y se prepara al hombre para vivir en colectivo y respetar, por difíciles que sean los días, el espacio ajeno.
Hacia la familia debemos dirigir todas las miradas y quizás encontremos en ella parte de las respuestas que hacen que en estos tiempos se nos escabullan, a veces, los valores. Solo así se puede, también, crecer como nación.