No es otro el sentimiento. La impotencia ante no poder hacer nada lo atrapa a uno. La denuncia tiene que ser popular, pero a veces la denuncia popular termina en bronca, en pelea, en una discusión malsana, en la que sale implicada uno mismo, quien te acompaña, y pocas veces se suman otros a respaldar.
Tampoco es eso lo que queremos. Nadie puede aspirar a que uno tenga que batallar por la legalidad en cada esquina, no aspiramos a una batalla día tras día. Ese no puede ser el camino para que se cumpla lo establecido.
Existe un cuerpo de inspectores habilitado para velar porque cada normativa y regulación se lleve a vías de hecho, pero a veces, muchas veces, no se hace lo que se debe hacer.
Los ejemplos nos inundan las calles, y de ello este semanario ha hecho varias denuncias en los últimos tiempos. ¿Acaso no es una verdad a vox populi que quienes comercializan productos agropecuarios lo hacen con un precio para el inspector y otro para el cliente?
¿Es necesario que vaya una, agotada y maltrecha por el trabajo y los apagones, a leer en una tablilla el precio de la malanga, y acto y seguido deba preguntarle al vendedor en cuánto la tiene de verdad?
Y el tema, ya gastado, aburrido, sale nuevamente a la palestra porque, recientemente, hemos presenciado varios momentos en los que te dejan en ridículo y hasta burlado.
“¿Y si yo te digo ahora que soy inspectora?”, le dije a un carretillero en La Alameda, tras aclararme que el precio de la malanga no era el publicado en la tablilla. “Pues me tienes que matar, respondió, pero el precio es ese, no eres inspectora ni tienes identificación, si quieres te la llevas, si no la dejas ahí”.
No es necesario contar lo que pasó en lo adelante. Pero más escandaloso e irrespetuoso aún fue el otro percance: Un señor que vendía arroz, aseguró tenerlo a 160 pesos la libra.
Avancé en el carro una cuadra más adelante para parquear y regresé a pie a comprar 10 de ellas. “¿Usted iba en el carro aquel?”, me espetó. “Sí, claro, le acabo de preguntar por el precio del arroz”. “Mi vida está a 200, pero yo siempre ando velando esos carritos raros. Desde aquí me estaba fijando para ver si regresaba y entonces perderme o cerrar el saco y decirte que ya no estaba vendiendo”.
Así sin más. La conversación se puso tensa, pues es difícil mantenerse ecuánime ante tanta desvergüenza. Resulta que el carro del periódico dice PRENSA en su rótulo, y esas cinco letras, a veces asusta, sobre todo, si no se están haciendo bien las cosas.
Siempre una colega dice que nos estamos sacando los ojos, y varios tuertos anda por ahí estos días en los que el arroz llega a estar a 230 y a 250 pesos la libra, como si fuese el plato fuerte y no ese cereal que mantiene en pie a los cubanos.
¿No habrá un inspector que vea o vaya a comprar como yo a la carretilla o al saco de arroz de la esquina? ¿Ninguno se ha acercado a intentar adquirir un producto sin antes mostrar su identificación? O es que la denuncia popular debe alcanzar otros niveles para que se hagan ventas forzosas, que a la larga solo resuelven el problema en un lugar y un momento puntual.
Uno se cansa de andar luchando, discutiendo, batallando contra lo mal hecho, y entonces se acuerda que existen personas que devengan un salario para que la vida a mí me sea menos ajetreada, menos dura; que existen personas cuyo objeto social hace que yo no tenga que discutir por el pan que no cumple el gramaje a sobreprecio, por la vianda cara, por el ají astronómico, por el arroz beneficiado con pepitas de oro.
A veces siento que estamos, muchos cubanos, haciendo su trabajo, tratando, sin poder, de que no exista impunidad.