El 2020 ha sido un año desafiante y terrible, como salido del guión de uno de esos filmes apocalípticos que recrean grandes catástrofes.
Apenas comenzaba el año y el general Qasem Soleimani, arquitecto de la inteligencia y fuerzas militares iraníes en las últimas décadas, caía abatido por drones del ejército estadounidense en el aeropuerto de Bagdag (Irak) lo que disparó las tensiones entre Washington y Teherán y amenazó con quebrantar la paz mundial.
Los infortunios de enero no se limitaron únicamente al escenario del Oriente Medio, en Australia casi un cuarto de millón de personas tuvo que abandonar sus hogares debido a los incendios forestales desatados en el país; los cuales destruyeron el 20 por ciento de los bosques de la nación, tiraron por tierra 1 300 viviendas, cobraron más de una veintena de víctimas humanas y segaron la vida de alrededor de 800 millones de animales.
En junio varias ciudades estadounidenses eran sacudidas por oleadas de protestas civiles suscitadas tras la muerte del afrodescendiente George Floyd, quien murió asfixiado bajo la rodilla de un policía de Minneapolis.
Igualmente, impactante fue la explosión ocurrida hace unos pocos días en la zona portuaria de Beirut, capital del Líbano, que dejó un saldo de al menos 137 muertos y miles de heridos.
Han sido meses dolorosos para la humanidad, marcados por la expansión vertiginosa del Sars-CoV-2.
Estas podrían parecer estadísticas frías, meros números; pero detrás de ellas se esconde el dolor de ver partir a amigos y familiares entrañables sin que fuera posible siquiera decirles adiós. Otros perdieron sus trabajos o debieron posponer las celebraciones, el encuentro con sus seres queridos, el viaje soñado, los abrazos…
Los cadáveres en las calles de Guayaquil (Ecuador), las tumbas en las playas de Copacabana (Brasil) y los colapsos sanitarios en Estados Unidos y Europa son el mejor retrato de la tragedia sin fronteras que ha virado del revés la vida de todos. Son ejemplos que, más allá de conmovernos, deberían motivarnos a cuidarnos más y a velar por la salud de quienes nos rodean, en un ejercicio consciente, respetuoso y consecuente con el esfuerzo de los profesionales médicos y sanitarios que no han descansado un solo instante en la batalla contra la pandemia.
Honoré de Balzac, escritor francés y exponente de la novela realista del siglo XIX, pensaba con razón que “en las grandes crisis, el corazón se rompe o se curte”.
El miedo, el estrés, la impotencia y la ansiedad, estimulan acciones indebidas como el acaparamiento en mercados y farmacias. Es una realidad de la que no escapa nuestra bloqueada Isla. Elementos inescrupulosos de la sociedad aprovechan el desabastecimiento evidente para lucrar mediante la reventa de alimentos y productos de primera necesidad que se agotan rápidamente en los mostradores de las tiendas.
¿Qué valores, qué sentimientos, qué dignidad puede tener un sujeto que incurre en tales acciones, aun consciente del daño que provoca a personas vulnerables por su edad, sus enfermedades y sus escasos recursos; o a trabajadores que no pueden permitirse perder tiempo en una de esas infranqueables colas?
No hay crisis que justifique la mezquindad, el robo ni la violencia.
Afortunadamente, a la par de esos comportamientos, se han suscitado otros desinteresados y nobles. No ha faltado quien le acerque el pan y los medicamentos al anciano que vive solo, o quien se anime a dar un concierto para todos los vecinos desde el portal.
La creatividad y el amor han inundado las redes sociales, el interior de las casas y de las barriadas, con sus mensajes indiscutibles de esperanza.
Ojalá el distanciamiento, las medidas restrictivas y las molestas mascarillas nos permitan replantearnos nuestro mundo y valorar lo que asumíamos como cotidiano: las pequeñas cosas que hacen trascendentes la vida.
Ojalá saquemos algunas lecciones de este aciago 2020 y que la crisis no nos nuble el corazón.