Una sociedad resquebrajada económicamente se resiente también en sus valores y cultura. Una sociedad que carga sobre sí carencias materiales básicas, tiene el reto de mantener como una bandera sus mejores rasgos, sus mejores cualidades. Pero no es sencillo.
Aparece, como hemos notado, un incremento de la delincuencia, se exacerban delitos que pocas veces se daban: es un riesgo dejar una casa sola, los bienes en el patio, una ventana abierta.
Una de las garantías más grandes que ha tenido este país, siempre, ha sido su tranquilidad, su seguridad, y cae en peligro su perdurabilidad si existe tolerancia e impunidad ante lo mal hecho.
Cuba es un pañuelo, dicen muchos, casi todo el mundo se conoce. En cada barrio se sabe quién es delincuente, quién se roba hasta la risa, y a veces duele ver cómo a un vecino se le pierde una moto, sus animales que con tanto sacrificio ha criado, parte de la cosecha, equipos de diversos tipos.
Y, por otro lado, está aquel que no roba, pero daña también a la sociedad o a su entorno más cercano con su actitud, porque no trabaja, porque revende a sobreprecio productos básicos, porque pone a su hijo a vender en la calle, porque abusa y especula en detrimento de los demás.
Esa Cuba no es la que queremos. No queremos un país en el que a su gente no le importe el dolor ajeno; en el que se quiera ganar a costa del sudor del otro. No queremos tampoco una nación que se olvide de castigar o lo haga con paños tibios a quien perjudica y lacera la estabilidad de los demás.
Estos son tiempos duros, difíciles, una carrera de resistencia que pone en jaque a las familias cubanas. Entre limitaciones y apagones, no es justo que se tenga que lidiar, también, con la amenaza que representa la delincuencia, el delito, las malas prácticas, la chabacanería…
Es cierto que las crisis muchas veces conllevan a ello, pero es preciso el diseño de estrategias que garanticen un entorno más seguro para todos, desde lo comunitario. Y es urgente, del mismo modo, que juegue su papel la familia, esa primera escuela que se erige en cada hogar, y aquellas organizaciones que fueron creadas para garantizar la defensa de la Patria.
Si bien es cierto que las ferias de empleo han sido una iniciativa coherente para quienes no estudian ni trabajan, quizás sea el momento de pensar en otras alternativas igual de viables, pero apegadas a las características de cada lugar y a su gente, de manera que se promueva la participación.
Cuba ha invertido en programas educativos y de capacitación laboral, pero es preciso crear entornos laborales atractivos para quienes se gradúen, y, sobre todo, es esencial, a juicio propio, identificar y tratar las causas de las cuales parte el incremento del delito, entre las que se identifican, a todas luces, la pobreza y rasgos notables de desigualdad social.
Trabajar de conjunto con las autoridades e instituciones es vital también, sin perder jamás de vista el encargo social de los órganos militares y judiciales del país. No obstante, recae en la prevención el peso mayor, esa que evita que vaya a la cárcel un joven lleno de oportunidades o que pierda sus animales el campesino.
Cuba no puede ser jamás el país de la indolencia, del desacato, del sálvese quien pueda, de la tolerancia a lo mal hecho. Ninguna crisis, como la que vivimos en la actualidad, debería quitarnos la tranquilidad de toda la vida. Es suficiente con las preocupaciones económicas como para tener, además, que dormir con un ojo cerrado y el otro abierto.