Una leyenda; uno de los puntales en la música afrocubana de todos los tiempos, uno de los grandes congueros del mundo, un músico sin límites… Con esos epítetos se han referido los expertos a Miguel Aurelio Díaz “Angá”, el percusionista pinareño que experimentó con los tambores en las más diversas sonoridades.
Y lo consiguió en poquísimo tiempo. La muerte lo sorprendió con solo 45 años, el 9 de agosto de 2006, poco después de haber lanzado Echú Mingua, su primer disco en solitario, una misa ancestral dedicada a su santo de la religión yoruba, con sitio indiscutible en lo mejor de la discografía de la música cubana.
Ese día tenía previsto reunirse con la conocida agrupación cubana “Síntesis” para una presentación en España, donde residía entonces. Recién había presentado el proyecto Angá fusión Brasil MPB Jazz Cubano, que pretendía dotar de una nueva fuerza melódica a temas de la música tradicional brasileña. Todo terminó, de un tajo.
El mítico percusionista nació en 1961, en San Juan y Martínez, donde a cada rato sonaban los tambores. Su primer maestro, Ramón Garzón Rivero (Titino), contó a Radio Rebelde que el pequeño Angá se le escapaba a María Luisa, su madre, y se iba hasta el sitio donde se había formado la rumba.
“Entonces se me paraba al lado y daba los golpes igual que yo, él sabía, porque tenía interés de ser tocador y yo le veía en los ojos y en sus gestos sus posibilidades musicales, eso se le aprecia a la gente en la vista, en los reflejos”, recordó el viejo rumbero.
Contaba diez años, cuando se fue a La Habana a aprender más de la música y tan evidente sería su talento que, siendo aún estudiante, participó en grabaciones para música de bandas sonoras junto al destacado pianista y compositor José María Vitier.
A los 26, Chucho Valdés lo invita a integrar la prestigiosa banda Irakere. Allí brilló Angá por su virtuosismo, su versatilidad y por la hazaña de tocar con cinco tumbadoras. Con el grupo, participó en los festivales y clubes de jazz más importantes del mundo y actuó junto a estrellas internacionales como Al Di Meola, Chick Corea o Billy Cobham.
Pero, a pesar de esos éxitos, Angá decidió llevar la carrera de forma independiente y fue entonces cuando el trabajo experimental y las colaboraciones con los más diversos músicos lo llevaron a “sumergirse en mezclas y fusiones que le otorgaron otra dimensión a la rítmica cubana”.
Así lo destaca en su web la empresa Worldwide Cuban Music. Y explica: “De Tata Güines absorbió el poderoso sentir de los rumberos cubanos, la savia, la riqueza de la rítmica y de la polirritmia cubana, el colorido de los tambores y con un estilo de percutir auténtico de alto valor musical que es la esencia de la percusión cubana. Angá le otorgó a ese cúmulo de aportaciones el ser poseedor de una mente abierta a las influencias, a las sonoridades, al experimento y a la investigación empírica. Su virtuosismo natural le permitía sobredimensionar lo aprendido y darle un sello especial”.
Ganó varios premios Grammy y protagonizó una significativa labor docente. Partió cuando todavía quedaban públicos y escenarios deseando conocer la magia de sus manos sobre los tambores.
Ante tanta gloria, se extrañan en Pinar del Río proyectos que preserven los aportes de Angá a la música cubana, que enseñen a las nuevas generaciones de músicos de esta tierra las grandezas de su carrera musical, tan fructífera como corta; que hagan sonar los tambores con más frecuencia, por Angá y por Cuba.