Hasta entonces era solo para mí el Comandante sonriente, de mirada profunda y enorme sombrero. Había un su rostro un gesto limpio, sincero, diáfano, que unido a las descripciones que de su persona hacían mis maestras y maestros, me hacía pensar en él como un hombre bueno, el que era para mí, en aquellos años de inocencia, el más elevado calificativo.
Hombre de pueblo, así lo denominaban. Osado, de profundas convicciones, fiel a sus principios, a la causa revolucionaria, a Fidel. Amigo entrañable del Che, carismático, con un gran sentido del humor, ese era el Héroe de Yaguajay, aquel al que regalaba cada año las flores, que junto a mi madre recolectaba, cuando octubre se acercaba al final de sus días.
Pero siempre me ha gustado convertir a los héroes en seres de carne y hueso. Imaginarlos con los conflictos cotidianos de cualquier ser humano, buscar en ellos el parecido con las generaciones de hoy, ponerles, más allá de un rostro diseminado en los libros, piernas para andar, brazos para hacer, corazón para dotarlos del precioso aliento de la vida.
Eso finalmente lo logré aquel día, mientras navegaba entre los libros de mi abuela. Era un ejemplar pequeño, cuya carátula poco colorida nunca hubiera llamado mi atención de no haber estado en ella aquel rostro familiar de hombre bueno. Camilo Cienfuegos, el hombre de mil anécdotas, devino en un tesoro del que me autodenominé propietaria, y que se mantiene hasta hoy en el estante, donde conservo aquellos libros que considero especiales.
Entre sus páginas descubrí al ser humano que buscaba, y por fin me formé una imagen de su esbelta figura verde olivo, recibiendo entre sus manos el ramo que yo echaba a la corriente del río. Los pasajes de su vida que descubrí entre aquellas páginas, le dieron para siempre el calificativo de ser humano excepcional, merecedor indiscutible de aquella histórica pregunta de Fidel: «¿Voy bien, Camilo?».
No puedo describir de otra manera que no sea profundamente emotivo y valioso mi reencuentro con ese libro antes de escribir estas palabras, porque la persona que las ha leído hoy ya nos es la misma. Crecer bajo el amparo del sistema social que él ayudó a construir me permite valorar la existencia de Camilo desde dimensiones que antes me eran desconocidas.
Esta nueva lectura ha sido confirmación de lo mucho que necesitamos volver una y otra vez los ojos a la trayectoria de hombres como él, si queremos poner rostro a los más encumbrados valores humanos, si queremos comprender el alcance de justeza, de la entrega como el más sagrado de los deberes.
PIEZAS PARA CONSTRUIR A UN HOMBRE
Lo que para nosotros son hoy conmovedoras y admirables anécdotas, fueron para él una forma de vivir, la más genuina expresión de un elevado pensamiento, de conceptos y principios inviolables, que jamás fueron eclipsados por los merecidos grados.
Resaltaban en él su preocupación por los demás, su sensibilidad ante el dolor ajeno, siendo apenas un niño. La llegada de un ciclón fue motivo de euforia y curiosidad, hasta que pasado el del año 44, y tras ver derrumbada la casa de uno de sus mejores amigos, juró no volver a alegrarse por la llegada de un ciclón.
Así era él, desde la infancia lo habitaba el hombre, cuya moral estremeció siempre a cuantos lo rodearon. Quizá sea uno de los más claros ejemplos de lo que el Che llamara endurecerse sin perder jamás la ternura. Fue de esos que en plena preparación para acciones militares, supo comprender la importancia de un segundo domingo de mayo, y dar 20 pesos a dos de sus soldados para que no llegaran con las manos vacías al encuentro de sus madres.
Fue el mismo que sangró las últimas gotas de su preciada lata de leche condensada, para satisfacer el deseo de un café con leche manifestado por un compañero minutos antes de salir al combate.
Cosas como estas hicieron de él un Señor de la Vanguardia en todos los aspectos de la vida, y le merecieron una empatía y cariño sin límites por parte de quienes estuvieron bajo su mando, de sus familiares y amigos, de su pueblo, que lo lloró con el más profundo y sincero de los sentimientos.
Pero fue también un hombre alegre, jocoso, capaz de sonreír y sacar sonrisas a los demás, dotado de un sentido del humor aun en los momentos más complejos, que hacía más llevaderas las duras condiciones de la vida en la guerrilla, como aquella vez en montes de La Caridad, en Las Villas, donde atribuyó al tamaño de un bistec la «paliza» propinada a los casquitos.
Así era aquel Comandante inmenso en su estatura moral, pero tan cubano, tan profundamente cubano, tan cercano, tan único, que a pesar de su corta existencia dejó un legado imperecedero, uno que motiva, educa, conmueve, porque traza senderos de nobleza y dignidad por los que resulta un orgullo transitar.
LOS MÁS HERMOSOS LAZOS DE AMISTAD
No puede hablarse de Camilo sin recordar al Che. Creo que lo más bello con que sorprende a los educandos la historia, es con la amistad única y transparente que protagonizaron. Recuerdo la hermosa sensación que me embargaba cuando imaginaba a dos hombres tan grandes sonriendo juntos, saludándose con un abrazo, compartiendo un ideal.
Muchas son también las anécdotas que han quedado para la posteridad de esa relación, pues únicamente el Comandante Cienfuegos se atrevía a increpar con sus bromas al recto Comandante Guevara. Es conmovedor leer los pasajes de las veces en que se sorprendieron y capturaron el uno al otro, del modo en que Camilo lo llamó matasanos, o de aquella vez en que al ver la curiosidad que despertaba el Che entre los pobladores de la zona, su amigo le dijo sonriente que, una vez concluida la guerra, lo metería en una jaulita y cobraría cinco kilos por verlo. «Me hago rico», afirmó con picardía.
Pero tampoco puede hablarse de Camilo sin mencionar a Fidel, a ese gigante contra el que no estuvo jamás ni en la pelota, al que brindó inimaginables muestras de lealtad.
«Cuando Fidel está hablando lo único que debe hacer un revolucionario es oírlo». Esa era su más profunda convicción.
PRINCIPIOS E IDEALES
Cuando se lee que un capitán herido dirige la retirada de sus hombres, exige que se cargue primero a un soldado antes que a él, y solo después de eso se deja encamillar, no puede sentirse más que una profunda admiración.
Cómo no sentir henchido de orgullo el pecho, por ser herederos del hombre que escogió como su lema de vida aquel verso de Espronceda que dice: ¿Y si muero?/¿qué es la vida?/Por perdida ya la di,/cuando el yugo del esclavo/como un bravo sacudí.
Humilde como pocos, jamás persiguió sueños de grandeza, jamás pretendió ser recordado como héroe, su más grande ambición era la dignidad del pueblo mancillado, la libertad de la patria y la vida le dio el placer de verlo cumplido, aunque no pudiera entregar a él las muchas energías que aún le quedaban.
Muy claro tuvo siempre, cuando lo envolvía un mar de pueblo:
«Qué equivocados están los fatuos que se creen que los aplausos y los saludos del pueblo son para ellos. Yo contesto a los saludos con igual cariño, porque sé que no me saludan a mí, sino a la Revolución».
Es por eso que vive y se renueva su legado cada día. Son esas las cosas que lo inmortalizaron en la mente y el alma de un pueblo en la que viven miles, millones de Camilos. Puede que su cuerpo se haya hundido en las profundidades del mar, pero su esencia se diseminó, creció de forma ilimitada.
Por eso te cantamos, por lo vivo que estás, por lo mucho que aún haces en bien de esta tierra, porque estás destinado a ser eterno como esta, la mejor de tus obras, la más justa, esta que se llama Cuba.
El libro de tus anécdotas está conmigo, lo estará siempre, porque cuando hable a mis hijos de los valores humanos, de lo que significa ser humildes y justos, quiero que al leer esas páginas como yo lo hice un día, encuentren en ti, como en otros tantos hombres de nuestra historia, la materialización de lo que esas palabras significan.
Fuente: Camilo Cienfuegos, el hombre de mil anécdotas. Guillermo Cabrera Álvarez, Editora Política, La Habana, 1994.