“El fin de año huele a compras, enhorabuenas y postales con votos de renovación, y yo que sé del otro mundo, que pide vida en los portales, me doy a hacer una canción”.
Silvio Rodríguez
Es cultural. Nada por estos días nos despoja del espíritu festivo. Podremos estar más o menos preocupados, pero, por identidad, los cubanos en el fin de año celebramos la vida y otras muchas razones más allá de posturas o credos. Lo cumplido y lo pendiente, la aproximación a una meta, la idea de algún emprendimiento, la recuperación de un problema de salud, la superación de obstáculos difíciles, la ilusión por la nueva relación amorosa, los hijos que crecen y hasta la resignación a las pérdidas se convierten en pretextos para alzar las copas con la gente que queremos, con los que nos acompañaron.
Este, en particular, ha sido una torpe vuelta de la Tierra alrededor del Sol. El año 2020 se empeñó en desafiarnos, en poner a prueba habilidades desconocidas y no pocos nos sorprendimos con todo lo que incorporamos y desaprendimos en la lucha cotidiana por reproducir una vida digna, sin perder las esencias que nos enseñaron los padres, los maestros, la propia Revolución.
Adjunta a las experiencias de estos meses van las colas, inflación despiadada, escasez de productos básicos, vicios injustificados de acaparamiento, ventajismos. Lo servicios básicos, a media máquina por las medidas de distanciamiento, en ocasiones duplicaron su ineficiencia y arbitrariedad para atender a la población, algunos cuidadores del orden público no siempre fueron amables y no faltaron vecinos queridos con los que crecimos que cerraron las rejas, por la COVID-19 y también para resguardar sus insumos.
Alteramos la lógica de reproducción de la vida y, aun cuando hemos desarrollado infinidad de recursos para manejarnos con la dificultad, las presiones del coronavirus, los temores, las campañas de desacreditación al gobierno en las redes sociales y otras malas intenciones confluyeron para que por las calles caminaran cuerpos con máscaras protectoras que dejaron racionalidad y humanidad escondidas debajo del colchón o en el cesto de la basura.
Café dos veces al día, cuando haya, dijeron los cafeteros. Frijoles y arroz a la mitad, leche para niños y ancianos de casa, champú solo después del segundo enjuague, vegetales sin aceite y muchas otras prácticas tuvieron que reestructurarse para enfrentar la crisis puertas adentro. El mundo se sintió el año y nosotros, bloqueados desde siempre (no basta con el acoso material y se extremaron para sitiar subjetividad y símbolos) tuvimos que convertirnos en magos multiplicadores de panes y peces.
Con tanto ajetreo, hay quienes olvidaron, como aprendimos juntos, a compartir con los más necesitados, contribuir con las causas colectivas. Un primer plano de nuestra realidad social se presentó nítido en el 2020. El teletrabajo puso el reto de regular tiempos de producción intelectual y de comprobar los sentidos de pertenencia o pertinencia con las instituciones, las huellas que hemos dejado y los rostros que se nos han hecho imprescindibles para seguir recto y firme.
Cerramos filas con amigos, pusimos a prueba la capacidad para crear y reestructurar la acción cotidiana, apreciamos frente al espejo nuestros egoísmos, dudas, certezas, nos hicimos resilientes para vivir a tiempo completo en familia y hasta sin querer se presenta a finales de noviembre, como posibilidad y necesidad, los replanteos personales para reafirmar sentidos políticos, con los correspondientes aportes que hacemos a la construcción del proyecto país.
No me quejo de la foto variopinta que nació este año por la fuerza de las circunstancias. En mi interpretación son datos vitales para seguir afinando el camino y los pasos. Están los vanagloriados con cuentas bancarias, saldos en el teléfono y bolsas y alacenas repletas de objetos; pero resaltan los imprescindibles, que llegaron a diciembre con los morrales a cuestas cargados de orgullo y experiencias.
Vale el brindis por los jóvenes que estuvieron en los centros de aislamiento, los trabajadores de servicios, los cientos de voluntarios que no descansan desde marzo, los artistas que aprovecharon las redes para irradiar entretenimiento y cultura en los meses de encierro obligatorio, los maestros que siguieron pendientes de los niños para el pase de grado, los padres y los hijos que cedieron, comprendieron y reivindicaron al amor como la base de la familia.
Los médicos, para los que el aplauso de nuestro agradecimiento debía perpetuarse como una banda sonora para vivir, los cuidadores públicos que hicieron su trabajo desde el respeto a la diferencia de todo tipo, los periodistas, dirigentes y los muchos innombrables que miran al sol sin lentes y le intentan pulir las manchas para que brille más y mejor para los cubanos.
Fuera de la Isla hay un mundo que nos trasciende, otra realidad. Afanarse en comparaciones es un absurdo que desenfoca el horizonte. Mercados llenos, casas confortables y carros modernos son accesibles a un trabajador en el capitalismo desarrollado; al tiempo que desempleo, pobreza, violencia, analfabetismo y discriminación siguen pasando las noches debajo de los puentes de cualquier ciudad del orbe.
Luces de un árbol de navidad gigante parpadean en un dulce hogar, mientras que un poblado queda arrasado para la construcción de una minería a cielo abierto, o un niño muere de sed y hambre en el portal de un supermercado.
Aquí, en este país que nos da razones para la celebración, intentamos reducir la brecha, la polaridad. Hay mucho que trabajar, subsanar, implementar, eliminar y agregar, pero en términos de humanidad como ingrediente primario, toca a cada uno hacer la comunión con sus causas, anhelos y ofrendas.
Con tapabocas y distancias físicas, por teléfono, chat o de balcón a balcón, los cubanos nos bordearemos para la despedida de este año. Mientras unos pocos se queden añorando ropa nueva o el tipo de aceituna que le faltó a la cena, el pueblo trabajador y su familia, entonando puntual el Himno de Bayamo, brindará por Cuba, radical en sus raíces, la de ayer, la de hoy, la de mañana. La nuestra.