A veces pienso que con el paso de los años hemos olvidado las herramientas “aprehendidas” en nuestras diferentes etapas educativas para analizar, reflexionar e interpretar las señales, carteles y símbolos de nuestro entorno.
Otras tantas creo que no es siquiera por desconocimiento, sino por malcriadez, desidia o porque sí, porque creemos que somos el último eslabón de la cadena, que somos impunes.
Y digo lo anterior, pues es tan culpable quien dice desconocer las normas y derechos para una armoniosa convivencia en sociedad, como quien de verdad las domina y aun así las pisotea sin escrúpulos.
No me dejará mentir usted, querido amigo lector, si dijera que en disímiles ocasiones somos partícipes de actos que de a poco se convierten en rutina; tanto así, que pudieran llegar, incluso, a tornarse modas o diarismos intrascendentes que pasan hasta desapercibidos frente a todos.
Lo que es muy preocupante es el alza de una tendencia nociva que llama a la “desinterpretación”, a la aplicación y subyugación a conveniencia de las normas o leyes. Una tendencia a la “vista gorda” frente a lo que debe respetarse. Un ultraje que, al final de cuentas, asusta.
Estos “olvidos” aparentes no se suscriben ni son innatos de un grupo etario per sé. Todos somos sus víctimas cuando decidimos ignorar advertencias o prohibiciones.
¿Ejemplos? Pues diría que somos especialistas en botar la basura a deshora y en cualquier esquina o rincón que se preste para ello, incluso, donde diga “No botar basura aquí”, o “Basura de 7:00 p.m. – 6:00 a.m.”. En ocasiones ni siquiera nos acercamos al lugar, simplemente tiramos la jaba a modo de basquetbolistas o tras hacer piruetas desde un ciclo en movimiento.
Con cartel o sin cartel que lo impida, recostamos nuestros cuerpos, pies y cualquiera vaya a saber qué más en paredes, portales y fachadas vecinales para esperar un transporte determinado. El antiguo Fruticuba, quizás sería el ejemplo perfecto para este caso.
De igual forma, aparcamos nuestros vehículos en áreas no destinadas para ello: frente a garajes privados, en áreas de carga, a menos de 10 metros de una esquina, cayendo así en contravenciones del tránsito, pero como nada pasará por ello, nos da igual. Al diablo también las señales del tránsito.
En días recientes observé por periodos de tiempo prolongado cómo en nuestros hospitales, tanto pacientes como sus acompañantes, “pasillaban” de un lado a otro con total impunidad y sin importarles para nada las señales de “Atención, piso mojado”.
En esta misma rama fui testigo, además, –motivo por el cual nacieron estas líneas– de cómo en algunos policlínicos, a la salida del laboratorio de análisis, un porcentaje elevado de personas arrojaba al piso los algodones con alcohol que permanecen en la cara interna de nuestro codo tras la toma de muestras de sangre… algodones tirados al piso lejos de la “Caja de desechos” para tales fines. Cuánta indolencia con quienes se empeñan en mantener la higiene de esos lugares.
Si me pongo a pensar, creo que a duras penas la señal más respetada es la de “Ojo, pinta”. Y no han sido pocos los escépticos que han salido veteados por intentar ridiculizar tal cartel informativo por aquello de “bah, ya eso está seco”.
Quizás la solución estaría en corregir y amonestar cada una de estas conductas erróneas en el momento oportuno. Pero esto es casi imposible, ya que las autoridades encargadas no darían abasto regañando conductas que terceros apoyan o no combaten siquiera.
Nos consideramos reyes en el uso y manejo de nuestros derechos, cuando deberíamos serlo en el cumplimiento de nuestros deberes cívicos; estos últimos bien deberían constituir la meta a vencer.
Lograr calles sin basura ni escombros o papeles ensuciando el andar; personas que conversen sin que nadie las interrumpa o pase entre ambos olvidando pedir permiso; balcones desde donde se lancen sonrisas y no jabitas con desperdicios o colillas de cigarro. Música solo para el disfrute privado sin agredir el tímpano de los vecinos; muros limpios, libres de grafitis o huellas de zapatos; manos tendidas para ayudar a una señora, y el respeto por el orden de una cola no es un panorama ilusorio, sino una realidad fácilmente alcanzable si cada uno de nosotros lo decide.