La mata de guayaba del patio, era mi favorita para huirle a las agujas. Debajo, mi mamá imploraba. Y yo más subía. Me imaginaba a papi empuñando la amenaza mortal, tratando de que la medicina no se echara a perder.
A veces conseguía que el desenlace final tardara un poco; pero solo un poco. Creí que sería difícil vivir con una aversión semejante y, de hecho, lo ha sido.
No obstante, mucho tiempo después, comprendí que, lo verdaderamente difícil, fue tener que lidiar 24 horas por día, todos los días de todos los años, con los hijos. Y, cuando digo “lidiar”, no significa que mi madre creyera que tenía un problema por tener tres hijos, una casa de madera y guano, un esposo artista y una familia lejana que no podía ayudar. Lidiar, era enseñarnos, en medio de todas las dificultades, de todos sus temores, de los sueños propios dejados para algún mañana, a ser hijos felices.
Mami se refiere a nosotros diciendo “los muchachos”, aún después de que hemos creado nuestras propias familias. Y todavía hace preguntas “sospechosas”, para descubrir qué nos preocupa, a qué aspiramos, con qué nos comprometemos.
Porque una madre no termina de aprender ni de enseñar, mucho menos cuelga los guantes con los que derribó tantas veces los dolores clavados entre el pecho y la esperanza de sus hijos.
Hemos sido siempre tres, casi con la misma edad. Tres en la escuela: tres meriendas, tres reuniones de padres, tres pares de zapatos; tres desmayos, uno tras el otro, con un simple análisis de sangre. Tres hijos tropezando y avanzando; enamorándose, arriesgando; perdiendo y ganando. ¡Tres modos diversos de ver el mundo y no la cansaron!.
Quizás por eso dije aquella vez que sabía inyectar, que había aprendido en el Pre. Ella había vomitado mucho y mis manos temblaban. A duras penas miré la jeringuilla a la que hacía tiempo le había declarado la guerra. No puedo explicar cómo fue que quedé frente a su espalda. ¿Qué había visto en mi rostro para aquella confianza? Estaba en pánico total y aun así seguí adelante.
La velocidad de mis gestos, estaba en perfecta sintonía con la lentitud de mi pensamiento. Parecía que flotaba y que aquel brazo no era mío cuando asestó la estocada. No le di tiempo a darse vuelta. El sudor inundaba cada parte mía y no sé si era que estaba perdiendo la conciencia, si ella trataba de ser gentil o si sus palabras, que parecían venir del fondo de un pozo, fueron ciertas: “Oye, ¡qué buena mano tienes para inyectar!”.
Primero pensé que había hecho algo terrible. Ahora lo veo de manera diferente. Y, aunque muchas son las cosas que quise hacer después, para tratar de ascender a la estatura de su amor; a pesar de que, en cada una de mis batallas vencidas, hubo una dedicatoria merecida para ella, la certeza de que nunca será suficiente, me acompaña.
He tenido la sensación de su cercanía, permanentemente, sin importar mi edad ni si la situación amerita o no su presencia. Ver llegar a mi madre en el momento más insospechado, se hizo una costumbre; pero la verdad es que a su presencia nunca le faltaron razones.
Quizás por eso, siento que lo que más disfruto de mi destino es ese caminar constante hacia su corazón y esa fuerza con la que puedo entrar a todo o arrancármelo todo, cuando pienso en lo que se ha ganado.
Creí difícil el reto de andar sin dejar de ser quien espera; pero, solo después de que mi media rueda ha dado una vuelta más sobre su propio eje y el mundo se debate entre la enfermedad y la supervivencia, es que tengo delante lo más duro, lo más grande que hasta hoy hice por ella.
Quédate tranquilita, allá, en tu casa…Me dijo, sin vacilar. ¡Pero nunca te he dejado de ver un Día de las Madres!… Eso no importa. Lo importante ahora es estar bien…una pausa, un silencio: los más largos de mi vida. Ya es domingo. Dicen que lloverá más tarde. De nuevo, la certeza de que ha sido buena idea hacerle caso. Cada palabra suya, ha fertilizado mis caminos. Quizás por eso…