El cubano se parece mucho al Tocororo, el ave nacional de su país, sobre
todo porque siente que si está encerrado muere. En los últimos días en
que quedarse en casa constituye una de las vías más efectivas para frenar
la expansión de la Covid-19, los Tocororos de la Isla han aprendido, o al
menos, intentan ir contra su naturaleza.
Todos los días, a las 10 de la mañana, desde el balcón de la casa, se
ven a lo largo de la calle nasobucos colgados para recibir el sol de esas
horas. También hay algunos sobre la máquina de coser de la vecina de
enfrente, que la ha sacado al portal y en esta semana no para de dar
puntadas.
A medida que transcurre el tiempo y los casos aumentan en el país, quienes habitan en mi cuadra, antes llena de personas en la acera o jugando dominó bajo el poste de luz que más alumbra, han cambiado sus rutinas.
Donde antes se reunían un grupo de mujeres del barrio ahora han puesto
una tabla como freno para delimitar que solo hasta ahí se permite la
entrada y delante siempre hay una frazada con cloro; quienes llegan en la
tarde del trabajo saludan a los demás y comentan cómo va el mundo fuera.
Los partidos de fútbol que solían apropiarse de la calle y no dejaban pasar los carros, si bien no han cesado del todo sí cuentan con menos jugadores, a algunos cuantos he oído gritar desde lo alto el «mi mamá no me deja salir del gao».
Todavía pasa a las 7 y media de la noche el señor que en su bicicleta vende el pan, el que salió a comprar su paquete de pollo o papel sanitario que vuelve airoso como héroe que ha ganado una batalla y la que le avisa con júbilo a la cuadra entera que llegaron los huevos a la bodega.
La música sigue resonando como siempre pero ahora en vez de ser en bocinas que van y vienen, sale de las ventanas y puertas abiertas de par en par, y se mezcla con el frenazo de los carros en la avenida cercana o con los ladridos de los perros que de no salir parece que se quejan más entre ellos.
El quedarme en casa me ha ayudado a conocer mejor a las personas que antes apenas veía por el ritmo diario de trabajo, la señora mayor que vive al lado me saluda todos los días desde la ventana y me advierte que encienda el televisor para que me mantenga informada y que me lave las manos, que según dicen es lo mejor.
También el niño de la casa de al lado se para en el balcón y me saca la lengua como en un juego cómplice para luego correr de nuevo hacia adentro de su casa, que ahora, más que nunca, es su refugio y alguna que otra vecina me ha saludado desde lejos mientras levanta las cejas como queriendo decir con un gesto que está desesperada porque termine todo.
Cambiar la naturaleza propia no es nada fácil, aun ante la posibilidad de un riesgo, pero creo que de a poco muchos van entendiendo que estar en casa, si no tienes algo urgente que hacer afuera, será la mejor vía para que en un futuro podamos todos salir, repensarnos nuestra forma de vivir y procurar por todos los medios volver a sentirnos libres como los Tocororos.