El Parque de las Esculturas del proyecto Fidias es, sin duda, un espacio singular de la ciudad de Pinar del Río. Casi todos hemos pasado por allí alguna vez y muchos no pueden resistirse a tomarse una instantánea con la torre Eiffel detrás.
Los atractivos del lugar invitan al asueto, la recreación y el disfrute sano de la naturaleza, a compartir con amigos o en familia, pero… ¿cuidamos ese enclave como de verdad lo merece? ¿Por qué tiene un grupo de estudiantes de las escuelas cercanas que comportarse como niños pequeños y atentar contra la belleza que les proporciona, incluso irrespetando la presencia de quien lo cuida?
Que cuatro o cinco adolescentes se trepen al unísono en los aparatos diseñados para una persona o que se arranquen las hojas de las plantas que ornamentan el enclave son acciones que distan mucho del divertimento propio de la edad y constituyen indisciplinas que se vuelven costumbre si no se les pone coto.
No es este el único ejemplo, en el reparto Ceferino Fernández (Capó) hace menos de un año se reanimó un parque para que sirviera de espacio de ocio a la comunidad. Ya se han tenido que reponer luminarias, y hasta los aparatos para que jueguen los niños están deteriorados.
Vecinos del lugar lamentan que a pesar de los esfuerzos para renovar el entorno, no exista un guardaparques para cuidar el lugar y tengan que ser algunos de ellos quienes velen constantemente por que se mantenga lo logrado.
Que en espacios tan céntricos como el parque Antonio Maceo (Colón) o el Roberto Amarán existan vasos desechables o papeles no es culpa de los encargados de sanear el lugar, sino una responsabilidad individual que deberíamos cargar como rasgo inherente de nuestra personalidad.
Y nada tienen que ver la higiene comunal y el cuidado del entorno con los problemas económicos que hoy nos perjudican. Eso es parte de la educación cívica que se imparte en las escuelas primarias, pero que se inculca desde el plano familiar y que debemos llevar implícito adonde quiera que vamos.
Que queramos enajenarnos de la presión cotidiana de buscar algo que poner en nuestras mesas por las noches o que no alcance el salario para satisfacer las necesidades básicas no pueden hacernos olvidar que vivimos en sociedad y que una acción, por pequeña que parezca, tiene repercusión en los otros.
A todos nos gusta tener una ciudad bonita y limpia, pero es más fácil culpar a Comunales o al Gobierno cuando no es así. ¿Qué hacemos nosotros para revertir situaciones como esas? ¿No somos acaso los principales responsables de mantener lo que con esfuerzo y bastante dinero se ha construido?
Alguien cercano me comentaba: “No nos merecemos tener nada, porque al final somos los primeros que no cuidamos”. Y hasta cierto punto hay razón en esas palabras, lo que no podemos permitir es que se vuelva regla ese pensamiento cuando debería ser excepción.
Lo primero es sentirnos parte de ese entorno que muchas veces criticamos y vemos como paja en el ojo ajeno. No basta solo con ser beneficiario de una política social, también hay que ser partícipes de lo que se materializa como agentes activos que somos de la sociedad.
Los parques de Pinar del Río son lugares insignias que guardan la historia de la ciudad. Han sido ellos testigos de la evolución política, económica y sociocultural que nos identifica. Sus bancos, sus árboles brindan la frescura que muchas veces requerimos para salir de la vorágine de los problemas. ¿No deberíamos entonces retribuir al menos con un poco de respeto?
La indolencia y la indisciplina social comulgan en espacios creados para propiciar esparcimiento y recreación. Si nos volvemos protagonistas de tales actitudes no podemos exigir entonces que cambie la cara de la ciudad que constantemente bombardeamos con juicios contaminados de referencias externas.
El valor patrimonial que nos regalan los parques, ese que atesoran en sus predios, pudiera parecer nimio a simple vista, más en momentos en que vamos tan aprisa. Verlos como oasis donde encontrar sosiego o entretenimiento va acompañado de mesura y responsabilidad, de sentido de pertenencia y disciplina.
Revisemos nuestro accionar y hagamos réquiem por esos espacios que aunque no lo parezca, también necesitamos.