Nosotros, los cubanos, tenemos una espiritualidad gregaria, comunitaria. Vivimos atrapados en redes de apoyos, en grupos informales, que son alicientes y nos cubren nuestras necesidades de ocio, recreación, esparcimiento. Esa cualidad nos distingue y, aunque existen diferencias en los modos de ser y hacer de los seres humanos, por lo general, preferimos producir la vida acompañados.
El café nos sabe mejor cuando lo compartimos, el trabajo pesa menos cuando se hace en equipo, la película es más disfrutable si se tiene con quien compartir. Somos, por naturaleza, provocadores de la unión y el encuentro y nos entregamos a la charla, lo mismo para estar de acuerdo que para estar en contra.
Aún así, nos lamentamos de que llegue el domingo en la noche porque estamos por empezar la semana y no hemos descansado lo suficiente, ansiamos el fin de semana porque podemos adelantar los pendientes y porque podemos dormir la mañana, descansar la siesta o acostarnos de madrugada viendo películas, series, leyendo, en fin, dándonos al placer de dominar nuestros tiempos.
De pronto, contra nuestros esquemas de actividad cotidiana, llega la COVID-19 para ordenarnos, por nuestra salud y la de los demás, aislarnos de ese universo construido. No hay escuela, no hay trabajo, no hay presión social, y con ello, aunque “increíble pero cierto”, se nos cuela en la casa una mala compañía: la rutina, el aburrimiento, la añoranza, con todas sus secuelas de angustia, ansiedad, estrés.
Estamos bajo el impacto de una circunstancia que no controlamos. Ella nos domina a nosotros y nos impone sus mandatos imperativos. Obedecer a la mayor pandemia de las últimas décadas es una prioridad, y lo vamos a hacer con disciplina, pero también con esperanza. Con alegría. Ya está demostrado que, para Cuba, la alegría ha sido una manera de resistir a las brutales circunstancias económicas que nos han sido impuestas.
Por tanto, si el espacio común (lo comunitario) reviste tanta importancia en nuestras vidas, por identidad cultural, y ahora lo extrañamos y anhelamos, nos queda la opción de reproducirlo al interno de nuestra casa, con nuestra familia. Una comunidad se forma con el único criterio de compartir sentidos comunes y eso puede lograrse con un poco de creatividad, tras las puertas de nuestro hogar, con el niño, el abuelo, el hermano.
Lo importante ahora no es buscar las diferencias que tenemos como personas, los desacuerdos, las brechas generacionales (entre el adolescente y su abuelo, por ejemplo). De lo que se trata la propuesta es de ver, quizás por vez primera en mucho tiempo, qué nos gusta a todos, qué pudiéramos hacer juntos, si bien no todo el tiempo (por la necesidad de dar espacio a las individualidades de cada cuál), al menos con relativa frecuencia en la semana.
Por pasarla bien, y por acercarnos como familia a esos tópicos de los que nunca hablamos y a esas cosas que nunca compartimos, valdría la pena el intento.
No existen pautas que dictaminen cómo producir la vida a puertas cerradas las 24 horas. Somos nosotros quienes la refundamos desde la herramienta primordial para toda época de estabilidad o crisis: la espiritualidad.
Contar historias para desempolvar los viejos recuerdos, manosear fotos, cambiar la distribución de los objetos en el espacio, cuidar las plantas, practicar ejercicios físicos y técnicas de relajación, saciar viejas curiosidades, hacer manualidades, releer aquellos libros que alguna vez nos alertaron sobre verdades universales de la existencia humana, dedicar horas de lectura y cine, son experiencias necesarias que nos ha arrebatado la modernidad y la vida pública.
Se puede ser fraterno, sociable, compartidor, alegre en estas circunstancias de obligado confinamiento social. Somos nosotros los únicos responsables de buscar las alternativas.
En otro orden, y centrándonos más en la comunidad como espacio de socialización, sabemos bien que el barrio en el que vivimos forma parte de nuestros sentidos de vida. Somos apegados a sus olores y colores, a sus esquinas, sus ruidos, pero sobre todo a su gente que es el patrimonio más preciado. Y somos conscientes, además, de que ahí, en nuestras comunidades y barrios, aún hay personas con alto grado de insensatez y desobediencia frente a la situación sanitaria del país.
Todavía vemos niños y adolescentes jugando en las calles, jóvenes reunidos en un portal conversando sin protección, ancianos que salen a la casa del vecino a hacer sus visitas de rutina. Con estas actitudes debemos asumir el compromiso desde la educación y la información. Hay que llamarlos a contar, volverles a explicar lo que para nosotros queda claro, pero ellos aún no comprenden. Estos son tiempos de riesgos y, por la salud de la gente y la de nuestra comunidad, tendremos que hacer todo lo que esté al alcance de la mano.
Por último, recordar que, en estos días, es preciso también buscar el tiempo para el reporte a los abuelos, la familia y los amigos. Estar lejos físicamente nos obliga a cortar las distancias afectivas. Los vientos que soplan necesitan el mensaje de amor y esperanza, el abrazo en la distancia que fecunda con la palabra verdadera.
Creatividad y esperanza son palabras mágicas en estos días en Cuba. Hay que poner a prueba, aún sin definir por cuánto tiempo, nuestra capacidad para restructurar el campo de acción. Vivimos otras tensiones acumuladas y derivadas del bloqueo, déficit de alimentos y otros productos de primera necesidad, pero alrededor nuestro muchas cosas existen y, a veces, no las valoramos.
De ello deriva la urgencia de planificar en la agenda personal un espacio diario, y de alta prioridad, para apreciar lo que tenemos: el techo, el rincón, la gente, el país, el proyecto. ¿Con tanto, quién puede decir que todo está perdido?