En la actualidad se habla mucho sobre la inclusión, cada vez son más comunes las campañas que apoyan estos fines, y las personalidades que se suman y utilizan su posición para abogar por una sociedad en la que tengamos igualdad de derechos y oportunidades.
Sin embargo, en no pocas ocasiones dista la teoría de la práctica, querer hacer algo bien, no es suficiente para lograrlo. Decir que negros y blancos somos iguales pierde sentido si para referirse a los primeros los llaman “las personas de color”. Todos tenemos color.
No se debe hablar tampoco de equidad en el acceso a determinados empleos entre hombres y mujeres, si para, en el momento de elegir quién será el ocupante de un puesto o representante en alguna instancia, se escuchen argumentos como “debe ser un hombre porque las mujeres de acá tienen niños pequeños”, ¿es acaso el acto de dar vida un impedimento profesional?
Similar criterio aplica si para seleccionar se tiene en cuenta el color de la piel en la búsqueda de un supuesto “equilibrio racial” por encima de las capacidades y aptitudes reales que posean los candidatos.
Los seres humanos cumplimos varios roles a lo largo de nuestra vida, que no necesariamente son excluyentes. Se puede ser un excelente profesional, padre, madre, hijo, hija, esposa o esposo, sin que esas funciones entren en conflicto, cada quien según sus capacidades, proyectos e individualidad.
Se impone hacer un trabajo efectivo a nivel social que no se limite a decir que “somos iguales”, es necesario generar diálogos en los que la diversidad de criterios permita la construcción del conocimiento, sobre el que se establezca una comprensión efectiva.
Enseñar lo que es racismo, discriminación, violencia en todas sus formas y dimensiones, porque si no sé las manifestaciones de estos males; si no entiendo que ofender a alguien por su condición, sea cual sea, es tan violento como golpear, entonces estamos condenados a repetir patrones, que varias veces se disculpan con la pobre excusa de “fue solo un chiste” y nada que haga sentir menos a otro debería de dar gracia.
La infancia es un momento vital en la formación de valores, los niños están constantemente aprendiendo, y por la inocencia propia de esta etapa de la vida, muchas veces repiten frases que oyeron a adultos sin entender su verdadero significado.
El peligro aquí es que lo que empieza siendo algo “simpático” cuando el niño repite el cuento del “religioso”, el “negro”, la “mulata” o cualquier otro personaje típico, después se convierte en un prejuicio que se proyecta a otras áreas o, incluso, genera exclusión.
Por ello debemos ser cuidadosos con lo que se transmite por la oralidad, las “bromas” pueden ser un medio pasivo que permita perpetuar conductas machistas, misóginas y sexistas, las cuales crean ideas o percepciones erróneas que limitan la diversidad que es propia de la sociedad, máxime en un país como el nuestro que tiene por principio fundamental “el culto a la dignidad plena del hombre”, como dijera José Martí.
Internet es otro espacio que reclama cuidado. Cada publicación llega a escenarios y lugares muy distantes, en los que según la cultura, historia y tradiciones propias, lo que comenzó como un meme puede convertirse en ofensa.
Las redes sociales han devenido espacio para la manipulación y el convencimiento, sin argumentos científicos sobre determinadas ideas o estereotipos, y los temas son diversos, migración, conflictos bélicos, prejuicios hacia determinados sectores.
Crear espacios en los que podamos convidar, sin distinciones de cualquier índole, es la verdadera meta, si seguimos dividiendo y clasificando, no se rompe el patrón.
Los blancos y los negros, las mujeres y los hombres, hacen, construyen juntos, con el respeto a las diferencias, por una meta en común. El espíritu de ayudar por sobre el de competir es una fórmula efectiva para rescatar valores, lograr progresos en una nación que clama por sumar, transformar en pro de un bien mayor.