Detrás de cualquier esquina o arbusto –por pequeño que sea–, entre contenedores de basura o simplemente arrimado a una pared, cualquier espacio es “bueno” para orinar en la vía pública; incluso si donde se micciona existe algún cartel de prohibición al respecto.
A quien incurre en este tipo de acto no le preocupa si está rodeado o no de personas, díganse de manera excepcional mujeres o niños pequeños, porque si quienes lo circundan son hombres no importa, se está en confianza.
Tiempo atrás tal espectáculo era altamente repudiado, y no digo que ahora no lo sea, sino que con el tiempo la sociedad se ha vuelto mucho más permisiva y tolerante con estas indisciplinas… casi al punto de verlas como normal.
Basta mirar al otro lado y seguir de largo.
Tales hábitos comienzan en los varones desde pequeños, pues a falta de urinarios o baños públicos, las madres rápidas y resolutivas agarran el pipi del infante y allá va el chorro.
Digamos que esto último a veces nos causa cierta risa por algo determinado, aun cuando no debería ser gracioso, porque lo risible puede convertirse en permisibilidad, y tales hábitos al crecer quedan como costumbres.
Por supuesto, generalizar también es equivocarse, pues la madre de este escriba al salir de casa siempre “le leía la cartilla” y alertaba ferozmente “toma agua y orina antes de salir que el viaje es largo”.
Quizás durante mi infancia vi cruel tales palabras, pero al hacerlo, mi madre, mujer recta, iba conformando mi personalidad al tiempo que me inculcaba disciplina, civismo, responsabilidad y respeto.
Si miramos un poco más atrás en el tiempo, como antiguamente esgrimía, era casi insólito ver a alguien orinando a plena luz del día, mucho menos donde pudieran pillarlo infraganti.
De ocurrir, la generalidad del asunto recaía en personas mayores, a las que, por su avanzada edad y padecimientos no podían hacer otra cosa que evacuar tal necesidad fisiológica.
De forma personal pienso que hemos llegado a un punto en el que la desidia e impunidad priman sobre tal asunto; cuestión que más temprano que tarde debería ser tomada a seria consideración.
Recordemos que más que un problema de moral y respeto, estos “riachuelos amarillos” también generan focos de hedor e insalubridad.
Y pudiera ser cierto, quizás remanezcan algunos que esgriman que el problema es debido a la falta de baños públicos y que hay que orinar en alguna parte, ¿no? Pues no.
Para que se tenga una idea, no son pocos los países que han optado por mano dura ante el fenómeno.
Ejemplos sobran: en la ciudad estadounidense de Los Ángeles, quien se atreva a hacerlo es multado con 1 000 dólares y encarcelado durante seis meses; en Chile se pena al infractor con poco más de dos meses de cárcel; en Argentina con multas de hasta 15 000 pesos.
En Hamburgo y Lisboa las autoridades cubren con pintura hidrofóbica las paredes más frecuentadas, de forma tal que cuando el orine choca contra esta pintura, se repele y el líquido cae sobre los zapatos de quien infringe.
Por último, en España por orinar, escupir o defecar en la calle la multa asciende hasta 500 euros. Más que indisciplina social, esto es un delito, y aunque soy de los que piensan que es mejor la educación ciudadana que la multa, en el caso que nos ocupa las palabras no son suficientes.