Unos que nacen
Otros morirán.
A veces sentí vacía la letra de esa canción que llenó una época. Simple, pero raigalmente verdadera. La vida, o la muerte, tienen cosas que son de anjá. Pero no deja de ser ilógica la partida de quien compartía asientos en tertulias literarias y deportivas, con esmerada atención a cuanto allí se hablaba, para procesar en la mente sabia lo lógico y apartar lo sin sentido.
Roilán Hernández Ceballos nació el 30 de noviembre de 1956, de Juan, conocido por el Chino, y de María, en las Minas de Matahambre y allí echó sus mejores años, hasta que en 1981 se radicaron en la capital provincial. Tuvo cuatro hermanos, dos por parte de padre, Juan (el Niño), y Yolanda; otros de madre y padre: Rigoberto y Raydén. También fueron dos los hijos: Roilán y Arianny.
Aquella familia comenzó a formarse alrededor del estadio que hoy lleva como nombre Comandante Ramón González Coro, hijo predilecto del pueblo. Roilán llegó al mundo olfateando pelota, una de sus grandes pasiones, y se fue con ella dentro. Muchachito aún, saltaba la cerca de su casa y se ponía a jugar con los mayores, con una capacidad pocas veces vista a tan temprana edad. No podría precisar cuándo supe de él, quizás de la eternidad. Llevo el orgullo de haber integrado el sólido equipo minero y, siempre lo he dicho, tenerlo como “escudero”. Cargaba los bártulos, lanzaba en las prácticas, corría tras las pelotas, en fin, el principal seguidor.
Después fue mi alumno en la Secundaria Básica Nguyen Van Troi. Alguna vez lo recomendé, no fui el único, como un prospecto en la receptoría. Mascoteaba como ninguno. La innata pericia lo llevaría a planos estelares desde su época juvenil. Pero la fuerza del brazo, no nula ni mucho menos, aconsejaba otra posición. Y estoy seguro que hubiera brillado en cualquiera, como lo hizo en el campo corto y en la segunda almohadilla. Fue un producto de los Juegos Escolares e integró el Equipo Cuba al Mundial Juvenil en México 1971, donde se destacó.
Debutó en la XIII Serie Nacional (1973-1974), a las órdenes de Francisco José Martínez de Osaba (Panchy y Catibo), que le dio oportunidades para desempeñarse junto a Alfonso Urquiola, quien repite que Roilán fue su mejor combinación, y jugó con los mejores. Quizás nuestro hombre no haya tenido habilidades extraordinarias, pero estuvo entre los más inteligentes. Cuando Alfonso hablaba, él no admitía interrupciones, eran palabras sabias y quién mejor para hacerlas propias. Conjunción mutua, pues cuando Roilán callaba, el camarero reclamaba su opinión.
Los pinareños debemos vivir orgullosos de esta pareja inmortal, que nos levantaron infinidad de veces de los asientos, nos hacían comernos las uñas y dieron felicidad. Su día más feliz en la pelota, me confesó, fue el 22 de febrero de 1978, cuando Vegueros se proclamó campeón por vez primera.
Siete temporadas bastaron para echarse en el bolsillo al pueblo. Aquí debía exponer sus numeritos, pero no le sería fiel; estuvo por encima de ellos. Baste decir que fue de los más preclaros y quien mejor tocó la bola y bateó tras el corredor, amén de jugar con solidez de elegidos. Poco antes habíamos despedido a su amigo Mario Negrete, y por Mantua se nos fue el catcher Arturo Díaz.
Es ley de la vida. Por entonces le grabamos algunas anécdotas que verán la luz más temprano que tarde, aunque ya él no pueda verlas. Recuerdo una con Alfonso donde hicieron casi una decena de double plays sin hablar, porque, guajiro al fin, se perdió en La Habana y llegó tarde al Latino. Otra donde el temerario Emilio Salgado quiso sacar la cara por los vueltabajeros en una riña santiaguera, y él, Felipe Álvarez, Adalberto Herrera, y otros tantos, lo llevaron a buen recaudo; nada tenían que hacer allí.
Como todo bohemio, tuvo detractores. Algunos se quejaron cuando lo convertí en principal asesor de las peñas en el parque “Roberto Amarán”, o lo entrevisté para mis libros, e incluí en una comitiva al cine Acapulco, de la capital. Entre tantas anécdotas, evoco aquella de quien protestó a Radio Guamá, porque según él yo lo había comparado con Hemingway. Entonces, en derecho de réplica, aclaré al radioyente que Roilán había hecho del bar del Lincoln (ya en desuso), lo que un día hizo el Premio Nobel de Literatura en el Floridita. Tragos por medio disfrutaron la vida, y fueron genuinos.
Varias veces intenté regresarlo al mundo del béisbol y apartarlo de la vida que eligió. Aquellas piernas y caderas fracturadas, cansadas, de andar pausado y soñoliento, que paseaban la ciudad desde horas tempranas, llevaban una bonita historia.
Triste y lamentable, muy triste, que se nos haya ido este hombre de cincuenta y seis años, a quien vi con posibilidades de manager y excelente entrenador. Pero es reconfortante haberlo conocido, sentir que no fue perfecto, pues tal vez nos hubiera defraudado. Nada más aburrido que la perfección. Consejos sobraron, llamados de alerta y atención, pero decidió por su existencia, y eso se respeta, más cuando deja una huella indeleble.
Amigos y detractores tendrán que reconocer que estuvo entre los grandes, que no dio ni pidió tregua al rival. Un escogido con pinzas de la vida que engrosó el caudal victorioso de peloteros vueltabajeros y, con el perdón de todos, se llevó la admiración de este servidor, por sobre cualquier otra consideración.
Sonarán las campanas del béisbol, retornarán las gigantes alamedas, y entonces resurgirán de sus cenizas hombres como Lacho, Negrete, Arturo, Roilán, Salgado y tantos otros, que supieron labrar un camino de victorias.
Así, únicamente así, recordaremos a Roilán.