Corría 1986, cursaba el segundo año de preuniversitario, y por mi condición de zurdo, figuraba en la elite de los esgrimistas del instituto, capitaneados por la profesora Grecia.
Un defecto inadvertido en la cazoleta del florete me provocó un corte de apenas dos puntadas sobre el nudillo del centro. Al tercer día la inflamación era evidente y los dolores irresistibles.
Me ingresaron en el pequeño hospital de Mantua, antigua clínica para niños, donde administraba el bueno y gruñón Armando Valdés, consultaba el notable doctor Vento y las jóvenes enfermeras rompían el corazón de cualquier mozuelo.
Allí conocí a Rolando Castro, el Chino, único enfermero entre la pléyade de cofias, medias de punto y vestidos blancos. Éramos casi de la misma edad y enseguida comenzamos una amistad que dura hasta el presente…
Son recuerdos que hilvano desde el frío banco del cuerpo de guardia en el policlínico principal de urgencias de Mantua, mientras espero a mi amigo. Pasaron 35 años y el tiempo ha hecho lo suyo. Peso casi el triple de cuando tenía 16, mi cabello es color plata y hace mucho dejé de ser el chico de la herida en la mano, que se negaba a usar la camisa del piyama para lucir a la seño un abdomen que, hace mucho, desapareció.
Llevas el ya usual traje verde de los valientes. Fundas en el calzado, un gorro de igual color le cubre el cabello, aún muy negro, y las gafas de protección ocultan sus ojos reidores, herencia de antepasados cantoneses.
Ha perdido flexibilidad y le acompañan esas libras molestas que aportan la edad y la inactividad del aislamiento, pero es el mismo. Sabe que vengo a hurgar entre los intersticios de su vida y me aclara que no es bueno para las entrevistas. Ríe y comienza a contar.
“Soy nacido y criado en el kilómetro 21 de la carretera a Mantua, hijo de campesinos y lejos de lo que podría decirse, tradición médica familiar. Lo que a veces ocurren cosas que te tuercen la senda y te inventan un motivo”.
Con 11 años vio por primera vez a un enfermero en acción en el “León Cuervo Rubio”.
“Fuimos a visitar a una tía que agonizaba y yo observaba cómo el enfermero la atendía. Entonces me di cuenta que eso era lo que quería ser, y desde entonces nadie me pudo quitar la idea”.
El Chino se fue al politécnico al terminar noveno grado y regresó con un título y su uniforme impoluto.
“Tenía 18 años y no me lo podía creer. El viejo me miraba con una mezcla de orgullo y frustración de guajiro. ¡Claro que estaba feliz porque estudié y me gradué! Sucede que se le había escapado un pichón de campesino que, según sus cálculos, podía empuñar el arado”.
Ríe y los ojos se le convierten en apenas dos rayitas tras las gafas de protección.
¿Comenzaste de inmediato el servicio social?
“¡De inmediato! Me ubicaron en Dimas, en la Posta Médica, y no tuve tiempo de aburrirme. Era un poblado de pescadores, un puerto de paso y zona maderera. Se producían accidentes, heridas, traumas de todo tipo, y aunque esto significaba dolor para los pacientes, para mí fue una gran escuela. Así supe que estaba destinado a las emergencias y a las situaciones difíciles”.
Mientras habla, Rolando estira la punta de sus guantes que emiten un sonido chillón.
“Muchas veces terminé en Mantua o en Pinar del Río con un paciente politraumatizado. Taponé heridas por horas, solo con mis dedos, hice partos junto a los médicos de la Posta, y supe sacar conocimientos de todo aquello. También hice terreno en bicicleta entre Macurijes, Tres Canas y Marín. Eran tiempos diferentes, pero los rigores de la atención de salud obligaban a trabajar muy duro”.
Le comento que fue en el hospital de Mantua donde lo conocí, y en seguida destapo el torrente de sus recuerdos.
“Creo que fuiste mi primer paciente. Acababan de trasladarme y comencé en el cuerpo de guardia. Allí estuve muchos años, pero mi pasión por las emergencias médicas no me abandonó”.
Los ‘90 fueron en verdad difíciles para el sector de la Salud. Escasez de medicamentos, jeringas, material de cura, apagones que no siempre se solucionaban con la vieja planta rusa, pero el Chino Castro se mantuvo en su puesto. Se lo recuerdo y sonríe.
“No me fui a ninguna parte. Era enfermero y tenía bastante que hacer por mi gente. También tuve la suerte de trabajar con personas que considero grandes en la Enfermería: Mirtha, Urquiola, Oilda, Pola. Eran los imprescindibles que complementaban a médicos de gran talento como Juan César Pulido, el doctor Sotuyo, en fin, varios que hicieron de aquellos años duros una escuela médica para dar solución a problemas que comprometían la vida de pacientes mayores, niños, embarazadas”.
Antes de hacerte licenciado lograste el sueño de ser intensivista…
“Sí, me dieron la oportunidad de pasar un curso en la provincia. Tuve que hacer acopio de voluntad para separarme de la familia, pero me fui a completar aquella parte de mi formación que, para mí, estaba pendiente. Me gradué con honores y regresé a la pequeña sala de terapia de nuestro PPU. Y aunque pequeña, fue el lugar donde salvamos muchas vidas. Es algo lindo que me llevaré conmigo el día que ya no pueda empuñar las herramientas de mi profesión”.
El Chino es, además, licenciado en Enfermería. El pergamino está en la sala de su casa como para testificar el triunfo de la oportunidad que tuvo un niño campesino del kilómetro 21 en la carretera a Mantua.
“La Revolución hizo mucho por mí, por eso siempre estoy entregándole lo que puedo. Cuando la universidad llegó hasta el municipio me otorgaron la licenciatura. Las asignaturas me resultaron fáciles. Lo único que no pude batear fue el idioma inglés”.
Reímos juntos. Le recuerdo que fui su profesor, y él me responde con la misma frase de aquellos tiempos: “Cotorra vieja no aprende a hablar”.
En el año 2003 el licenciado en Enfermería, Rolando Castro, se fue a Venezuela.
“Allí había mucho que hacer. Tenían los recursos y el entusiasmo, pero no había especialización y nosotros fuimos, no solo a enseñarlos, también a poner el hombro en el sistema de Salud”.
No ha sido fácil seguirle el rastro en estos años. Por eso, en el curso de la entrevista supe de un nuevo pasaje de su vida profesional.
“Soy miembro del contingente Henry Reeves. Cuando regresé de la República Bolivariana me fui a Sierra Leona para atender a los heridos de los grandes deslaves que ocurrieron en aquel país. Fuimos a atender traumas, pero terminamos haciendo una labor integral de salud; luchamos contra enfermedades endémicas, las provocadas por la falta de higiene y las malas condiciones de vida”.
¿Anécdotas?
“Algunas. Acostumbrábamos a ir en el autobús a trabajar y aquella mañana escuchamos unas pocas palabras en los autos parlantes que resumían todo sobre nosotros: vivan los médicos cubanos, vivan los hermanos de la isla que desde que llegaron se acabó el paludismo. Me emocioné, ¡todos lo hicimos! y comenzamos a aplaudir a aquella gente que, en medio de la desgracia y las grandes pérdidas, tenían un momento para reconocernos”.
El Chino hoy cumple su segunda misión en Venezuela. El escenario no es el mismo, es un país asediado, como Cuba. Ya los recursos no abundan y la pandemia ha hecho estragos entre la población que resiste la andanada genocida del imperio y sus testaferros internos.
“Por eso volví, porque en las buenas cualquiera hace cosas. Pero hay que ser amigo en las malas”.
Pero, estás de vacaciones…
Lanza una carcajada, se palmea las rodillas y sus ojos vuelven a ser rayitas.
“Sí, y no. ¿Tú crees que iba a dejar a mi tropa sola en el policlínico? Desde el primer momento pedí que me mandaran a la consulta de respiratoria, en zona roja”.
¿Qué piensas de la pandemia, podremos con ella?, le pregunto y le provoco.
Pero el Chino no jaranea esta vez. Baja la cabeza y se pone triste, se mira las manos y dice:
“Esto no se lo pedimos a nadie; ocurrió, está ahí y no se va a ir sola. Todavía van a morir personas y a nosotros los de Salud nos quedan muchísimas madrugadas de guardia. Aquí he recibido a personas del barrio, a niños que vi nacer y no dejan de dolerme sus miradas, sus máscaras pequeñas que parecen de juguete”.
Mientras habla mira la pared y le adivino una lágrima tras el cristal de los lentes. Hace una pausa y continúa.
“Las personas que, como yo, han visto tanto dolor, interpretamos con más claridad el impacto y el alcance de esta pandemia. Nunca podremos acostumbrarnos a la actual situación, por eso me aplico al trabajo, no dejo de aleccionar a la gente que conozco, y a los que no, y me entrego a fondo con cada persona que viene a esta consulta”.
Le pregunto por la familia para sacarlo de un momento tan sensible. Vuelven los ojos alegres y tras el rostro enmascarado adivino una sonrisa.
“Fíjate si has preguntado lo que querías, que no me dejaste hablar de mi esposa, mis hijos y mis nietos. Ellos están bien, pero si no te digo que, con la China llevo 30 años de matrimonio, que la conocí en Dimas y que me enamoré de ella desde el primer instante, seguro que voy a tener problemas cuando salga esta entrevista. Y para mis hijos, un beso grande de su padre y ojalá que siempre estén orgullosos de mi”.
El tiempo ha pasado. Mi teléfono guarda el testimonio de un hombre sencillo con una profesión de sacrificios. La sirena de una ambulancia anuncia la urgencia que demanda de la pericia y el corazón del enfermero intensivista Rolando Castro, para la mayoría de los mantuanos que le aprecian, el Chino.