Hay sorpresas demoledoras, como la de saludar a la hija de un viejo amigo y tener como respuesta: Mi papá murió ayer.
Mileydis estaba justamente en el crematorio para obtener las cenizas de su padre, el periodista pinareño Alberto Monduy Cintao, cuando la saludé y me espetó la noticia. Su esposo, por cierto, tuvo que dar una batalla de mambí para conseguir que cremaran el cadáver, pues les dijeron que habían terminado los turnos.
Si se iban a depositarlo en tierra incumplirían el pedido sagrado de Monduy de ser cremado y echado al mar junto a las cenizas de Rosita, su esposa de toda la vida, que conservaban luego de un año de su deceso. No sabía cuándo le tocaría morir, por supuesto, pero sentía, al parecer, la esperanza de poder acompañar a su novia de la adolescencia y madre de La Niña, como ellos le decían a su única hija.
Mileydis, su esposo y los dos hijos de ambos echarán al mar las cenizas de dos personas que murieron con un año y medio de diferencia y ahora serán esparcidas por el aire para terminar en las mismas aguas.
Monduy era un hombre noble, inteligente y simpático. En el periódico de Pinar del Río lo rodeábamos para divertirnos con sus ocurrencias. Fue en aquella redacción donde me hice su amigo, cuya casa me abrió de par de par y me brindó el abrigo de su familia.
Ayer, mientras conversaba por teléfono con su hija, reímos recordándolo. Rememoramos la ocasión en que, después de un brindis hasta el anochecer, en su casa, me acompañó hasta los bajos de su edificio y allí se sentó en un banco porque no podía caminar, y era que se había puesto los zapatos al revés.
Es imposible recordarlo sin mencionar a Rosita, una especie de desprendimiento de Monduy, y viceversa. Ellos eran Rosita y Monduy o Monduy y Rosita. O no existían. Se llevaban tres años de edad, y se conocieron cuando ella tenía 18. La muerte los separó a los 67 de ella, tras una relación capaz de reconstruirse cada día al despertar, la única manera de lograr esa hazaña.
Como lo fueron en Pinar del Río, con dinero o sin dinero, también eran felices en el reparto habanero de Mantilla. Ella ingresó en el hospital a principios del año pasado para recibir un tratamiento, pero sufrió un infarto y falleció el 27 de febrero. Monduy, que no se repuso del golpe, pasó a vivir con su hija y su familia, pero se mantuvo yendo a la casa de Mantilla, donde pasaba los fines de semana, sin mover de lugar una sola pertenencia de Rosita.
«Después de la muerte de mi mamá, mi papá fue otro. Hasta dejó de pelear por cosas que antes le molestaban. Y aquel que tú conociste, riendo y haciendo chistes, también terminó», me dijo Mileydis por teléfono.
Monduy se fue el jueves pasado, arrastrado por una dolencia de los riñones y un desconsuelo creciente, sin que volviéramos a vernos desde la última vez, hace ya ni sé cuándo, en una tienda de ropa en la que coincidimos. Estaba con Rosita, por supuesto. A mediados del año pasado hablamos un rato por teléfono poco después de la muerte de su esposa, quien también fue mi amiga, y acordamos vernos cuando acabara la pandemia.
Nos aparecemos en casa de Manolo, ¿qué crees?, me preguntó. Manolo Rodríguez Salas es el otro amigo y colega del propio periódico con quien solíamos sentarnos en algún bar a comprobar si la vida era bella o fea.
Y miren lo que pasó: terminé avisándole por teléfono que Monduy ha muerto. A Manolo, que tampoco sabía que Rosita había muerto antes.
Autor: Mario Vizcaíno Serrat.