Iniciaba la década del ‘20 del pasado siglo en La Habana y un grupo de jóvenes escritores y poetas comenzó a reunirse cada noche en el café Martí, para compartir sus más aventurados proyectos literarios o leer estrofas y algunos cuentos que solo unos pocos habían logrado publicar.
Entre los asistentes estaban Andrés Núñez Olano, Enrique Serpa, Guillermo Martínez Márquez, Alberto Lamar Schweyer, Miguel Ángel Limia, Arturo Alfonso Roselló, Regino Pedroso, Rafael Esténger, Ramón Rubiera, Juan Marinello y poco después se sumaron Nicolás Guillén, los poetas españoles José María Uncal y Julio Sigüenza, el cronista nicaragüense Eduardo Avilés Ramírez, y Rubén Martínez Villena.
Pero Rubén sería el distinto dentro de esa acrisolada tertulia. Según Raúl Roa era «tolerante, cordial, cristalino, no tuvo nunca un gesto emperifollado de otros tras recitar su último verso (…) y para él –caso insólito entre gente de pluma donde la vanidad y la envidia crecen silvestres- los (poemas) ajenos siempre fueron acabados y bellos”.
Roa no dudó en apuntar también que Villena, a pesar de su obra escasísima, fue el poeta más destacado y la voz más auténticamente personal del grupo. Sí, porque de las tertulias en el café Martí resultaría el Grupo Minorista, una nueva promoción literaria interesada en el dramatismo y la novedad de su instante político, pero atrapada formalmente entre la lírica modernista y el vanguardismo.
Rubén descubrió la poesía a los 11 años. Una noche llegó a él como una descarga entre la soledad y la reflexión. Volcándose en un cúmulo de cuartillas desordenadas, releídas, desechadas o engavetadas. A los 24 años alcanzó su madurez artística en poemas como Insuficiencia de la escala y el iris, El anhelo inútil, El gigante, Mensaje lírico-civil…; pero a los 26 renunciaba a ellos para dedicarse entero a la lucha revolucionaria. «Yo destrozo mis versos, los regalo, los olvido: me interesan tanto como a la mayor parte de los escritores les interesa la justicia social», escribió.
Cierta vez le preguntaron por qué no recogía su obra poética en un libro y respondió que creía en las palabras del escritor francés decimonónico Villiers L´Isle Adam: «La notoriedad para el poeta debe ser una cuestión muy secundaria, cuando él se preocupa de su obra, escribe para justificarse delante de sí mismo».
Máximo Gómez le conoció a sus tres años de edad y quedó conmovido por su mirada y le auguró una vida llena de «luz plena de mediodía». No se equivocó. Justo cuando su poesía maduraba, Villena (acompañado de otros que compartían su hacer político, por supuesto, porque la obra de la Revolución no pertenece a un solo hombre sino a muchos) inaugura una etapa histórica para la Cuba del siglo XX con la Protesta de los Trece y su derivación en la Falange de Acción Cubana. 1923 es también el año de la Reforma Universitaria, el Movimiento de Veteranos y Patriotas, la creación de la Universidad Popular José Martí…
Apasionado por la fuerza de las palabras escribió el soneto que ha quedado en las páginas de la literatura erótica cubana: Suspiró tu mutismo brevemente/cuando en la sed del vértigo ascendente/precipité el final de mi delirio/y del placer al huracán tremendo/se doblegó tu cuerpo como un lirio/y sucumbió tu majestad gimiendo. Pero con mayor vehemencia esgrimió su lírica social: Hace falta una carga para matar bribones/para acabar la obra de las revoluciones/para vengar los muertos, que padecen ultraje/para limpiar la costra tenaz del coloniaje.
Aquel muchacho de cabellos revueltos y ojos azules -que heredó de su madre, Dolores M. de Villena, la bondad y la imaginación, y de su padre, Luciano Martínez, el brío y el apetito intelectivo- renunció a los halagos de Gustavo Gutiérrez para que aceptara el cargo de editorialista del periódico La Nación. Había dos plazas vacantes. Él escogió la de corrector de pruebas, argumentando que ser editorialista significaba «envilecer su conciencia y someter su pensamiento, y él había nacido precisamente para lo contrario».
Ese hombre sencillo y cordial fue el mismo a quien el exigente Don Fernando Ortiz le solicitó el prólogo de dos tomos de sus trabajos oratorios, ese que poseía el afán de sumar intelectuales a la lucha social, quien se amarró un hilo fino en su muñeca para despertar al más mínimo movimiento de su madre moribunda, y enfermo de tuberculosis, dirigió la huelga general revolucionaria que derribó la dictadura de Gerardo Machado. Ese a quien Cintio Vitier asoció a Martí, por tratarse de hombres de letras volcados a la actividad política.
No es impropio que Fernández Retamar lo considerase «una de las figuras claves de nuestra historia: claves en el sentido de la arquitectura, porque, desgarrado y central, sostiene la bóveda histórica que en él se afirma, despedazándolo, y de él desciende multiplicada hasta las fundaciones hundidas de la tierra».
Sus pulmones dejaron de funcionar el 16 de enero de 1934. Rubén tenía tan solo 35 años. Como buen poeta, antes de su inevitable partida, imaginó en Canción del Sainete Póstumo cómo sería su sepelio. Más no hubo «anécdota llena de perversión», «tazas de chocolate» o «extraños curiosos». Fue velado en el salón de actos de la Sociedad de Torcedores, y recibió guardia de honor con puño en alto, por una masa numerosa de campesinos y obreros. Allí estaba su cuerpo tendido, pero su obra ya en curso, se fraguaba en el ideario colectivo… Los grandes hombres trascienden su carne y su tiempo.