El 23 de noviembre de 1955 tuvo lugar el primer sabotaje del Movimiento 26 de Julio en Pinar del Río. Al respecto conversamos con uno de sus protagonistas: el combatiente de la lucha clandestina Daniel Valdés Sierra (Titico)
A las 11 de la noche del 23 de noviembre de 1955, Daniel Valdés Sierra (Titico) y Rafael Podadera Rivero se reunieron en el hotel La Marina, ubicado en la avenida José Martí, para ultimar los detalles del plan que estaban a punto de ejecutar.
Los dos eran delgados y de mediana estatura. Podadera, operador de audio en la emisora CMAB, tenía algunos años más que Daniel, de apenas 19, quien estudiaba en el Instituto de Segunda Enseñanza de Pinar del Río.
Casimiro Valdés, padre de Titico, administraba La Marina y su hijo había hecho buenas migas con varios de los trabajadores de la instalación. Un empleado fiel le guardaba con frecuencia el revólver al muchacho en una de las habitaciones.
Era una pistola calibre 38 que la noche del 23 Titico metió por inexperiencia en el bolsillo derecho de su pantalón, donde era bastante visible.
–Oye, hay dos guardias sentados ahí en la barra –advirtió Podadera mientras descendía la escalera principal con su compañero.
–Tú avanza a mi derecha, unos pasos por delante, a ver si disimulamos el arma –le aconsejó Daniel.
Afortunadamente lograron mantener la serenidad y alcanzaron la salida sin que los guardias sospecharan nada.
Andrés Orta Pagés, jefe de acción y sabotaje del Movimiento 26 de Julio en Pinar del Río, lo había organizado todo. Entrenó a ambos jóvenes para que quemaran la emisora CMW, situada al fondo del antiguo cuartel, hoy centro mixto Carlos Marx en las cercanías del hospital pediátrico Pepe Portilla.
“Horas antes del sabotaje me reuní con Andrés y trasladamos en su auto cinco litros de gasolina, una pata de cabra y un pedazo de madera con una estopa en la punta, que escondimos en un hierbazal cercano al edificio de la estación de radio”, relata Daniel 65 años más tarde.
“Supuestamente entraríamos por el frente, con una copia de la llave que había conseguido Podadera con sus colegas del sector, pero esa llave nunca funcionó. Entonces debimos ir por el fondo”, prosigue.
“Con la pata de cabra rompí las persianas de una ventana y a través de ella tiré la gasolina. Un momento antes de encender el fuego fue necesario esperar, pues Podadera, que se hallaba vigilante, me alertó de la presencia de un policía en la panadería cercana. Afortunadamente el oficial se retiró con una flauta de pan y proseguí con mi tarea.
“Prendí la estopa enredada en el pedazo de madera y la tiré por el hueco de la ventana; pero cometí el error de quedarme allí parado y la bola de candela que salió me quemó las pestañas y casi me quema la cara”, narra emocionado, como si pudiera sentir el vapor ahora mismo en su rostro.
Dos sabotajes más fueron organizados en otros puntos de la ciudad para molestar a los batistianos y demostrar la fuerza pujante de la Revolución. Los mismos fracasaron, pero pusieron en alerta a la estación de policía cuya alarma empezó a sonar.
“Podadera y yo nos despedimos por Yagruma y Cuarteles, donde le advertí que no fuera para su casa, ya que las patrullas estaban desandando la ciudad y alguien podía verlo a esas horas y delatarlo”, cuenta Daniel.
“Por mi parte, decidí pernoctar en la vivienda de unos amigos allí mismo en Yagruma, ya que mi casa quedaba al otro lado de la ciudad.
“Antes de la siete de la mañana pegué para la dulcería del viejo mío, La América, negocio que papá llevaba a la par de la administración de La Marina. Me puse a hacer café y otras cosas que se vendían allí.
“No habían pasado ni 20 minutos y las perseguidoras empezaron a pasar frente al establecimiento. Yo veía a los guardias ir y venir y seguía trabajando como si nada. Rezaba porque no se acercaran y vieran mis cejas quemadas.
“Podadera no oyó mi consejo y alguien declaró que había llegado a su casa a altas horas de la noche, por lo que lo apresaron. Cuando supe la noticia partí en tren rumbo a San Juan y Martínez para evitar que me agarraran también a mí; pero Podadera no habló una palabra y de la dirección del movimiento me mandaron a decir que podía retornar sin problemas.
“A mi compañero lo soltaron poco después por gestiones de su jefe de trabajo, que le tenía aprecio y logró que lo dejaran libre”, concluye Daniel.
Conversamos por teléfono ya que reside en La Habana desde hace años.
Sobre sí mismo me comenta que siempre fue un revoltoso. Mientras estudiaba en el Instituto de Segunda Enseñanza colocó cócteles molotov y tomó parte en disímiles acciones en contra de la dictadura.
Fue uno de los manifestantes apostados frente al vivac de Pinar del Río cuando trasladaron para este sitio a varios artemiseños que habían tomado parte en el asalto al cuartel Moncada en Santiago de Cuba. Justicia y libertad pidió para ellos, al tiempo que unos policías le rompían la cabeza a porrazos.
En el regimiento militar le dieron unos puntos chapuceros, sin siquiera rasurarle el cabello de la zona herida. Su padre lo fue a buscar y se sorprendió al ver la camisa amarilla de su hijo teñida completamente de rojo.
Unos niños de la calle corrieron espantados cuando les pasó por el frente.
-¿Qué pasa papá, por que corren?, preguntó Daniel.
-Ay mijo, si tú te vieras, le dijo su viejo con lástima.
Así fue la juventud de Titico, un susto constante, un salto en el pecho, un furor, un deseo de revolucionarlo todo que lo llevó a asumir las más arriesgadas aventuras, los retos más osados, como aquel del 23 de noviembre, cuando con ayuda de una estopa prendió fuego a una estación radial y casi se quema a sí mismo, acción que devino el primer sabotaje del Movimiento 26 de Julio en Pinar del Río.