En la Roma antigua, se celebraba el 14 de febrero como una de las jornadas de las Fiestas Lupercales, agasajos paganos que daban la bienvenida a la primavera y exaltaban la fertilidad, hasta que en el año 494 antes de nuestra era, el papa Gelasio I decidió dedicarla a San Valentín.
Quién fue este hombre y los misterios que envuelven su identificación con este día se pierde a lo largo de la historia con versiones que se refieren a tres mártires, por lo menos, con igual nombre.
El primero, un médico romano ordenado sacerdote y a quien el emperador Claudio mandó decapitar en el año 270; otro, un obispo de la ciudad de Terni; y por último, Valentín de Recia, también obispo, que fue enterrado en Mais, todos italianos.
Sin embargo, la mayoría de los investigadores se decantan por el médico Valentín que se opuso a la prohibición de Claudio, que impedía el casamiento entre las parejas jóvenes.
Según el gobernante, los hombres solteros en la flor de la vida eran mejores soldados. Valentín lo desafió y unía en secreto a los amantes; el 14 de febrero marcó el día de su muerte, de ahí que se considere el patrón de los enamorados.
Lo cierto es que con o sin San Valentín, la jornada ha trascendido en todo el orbe como momento propicio para celebrar el amor, no sólo a la pareja sino en todas sus formas posibles; y también la amistad.
Un día en el que todos los seres del mundo debieran quererse un poco más, y hacerlo extensivo a los restantes 364 del almanaque; quizás así el Planeta fuera un lugar más acogedor.
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