Es una noche cualquiera de 1999 y el estrambótico 99 resplandece en la espalda del lanzador de ébano, largo como un pino, cuya piel brilla por el sudor. Calienta el brazo después de ingerir dos aspirinas y enseña la dentadura perfecta ante una efervescente fanaticada que la toma contra su andar preciso, breve y angustioso, porque sentimos impaciencia de la buena. Una noche más de show beisbolero de «a buty, del que ya no viene», como decía Alejito en Alegrías de sobremesa.
Parece una locura. No sé de dónde se buscaron un gorila gigante que Armandito El Tintorero se encarga de espolear, pinchazo a pinchazo, y su gente corea al compás de los pinchazos. Le gritan improperios: «Eres una mona. Mona, ahora te vamos a caer a batazos». Y él ríe a mandíbula batiente, dueño de la escena. De vez en cuando se pasa la mano derecha por debajo de la cremallera, para rascarse y decir muchísimas cosas sin soltar palabra alguna, solo eso, una rascadura y la abierta sonrisa.
Entonces la gente enfurece, se descontrola. Suenan sirenas y tambores capitalinos, acompañados de la trompeta pinareña, aquella que Filingo elevó a la categoría de insignia.
Una noche cualquiera de 1999, y el 99 suda copiosamente, como siempre lo ha hecho, porque se entrega como ninguno y sabe ser protagonista del premio Oscar en su show.
Nadie puede suponer que su mirada vaya, de vez en cuando, hacia lo más alto de la grada detrás de home, debajo de los elevadísimos palcos de transmisiones del «Latino».
Busca una camisa verde, adornada por la gorra y un chaleco abierto de par en par, también verdes. Para él basta aquel aficionado entre decenas de miles, porque sintetiza la esencia vueltabajera de tabacos torcidos por manos especiales. Los mejores del mundo, seleccionados en los Hoyos de Monterrey.
Acostumbrado a tales avatares, deshace entuerto tras entuerto, hasta entrar en la parte final del desafío, ante quienes creídos superiores, se ven disminuidos por su presencia, una sempiterna presencia que le quita el sueño al conjunto azul, heredero de tantos otros. Un intento de toque de bola lo pone en vigilia.Da la espalda al home, se seca el sudor y comienza a frotar la esférica.
Como un bólido sale de la cueva el también espectacular mánager rival, dice que el gigante con matices verdes, negros y amarillos, le había echado saliva a la bola.
Con prisa da pasos firmes, el pitcher avanza hacia el plato, sin que nadie lo llame, estira cuanto puede sus largas extremidades con la pelota en la palma de la mano y se la entrega alárbitro: «Aquí la tiene, revísela bien, no vaya a ser que se me escape y joda a alguien esta noche…». «Sin problemas, ¡a jugar!», sentenció el juez.
Lentamente retorna al box, con la bola entre los dedos índice y del medio. Como si fuera a tirar su temible tenedor se estira cuanto puede y sopla fuerte, da unos saltitos en el lugar y estremece la testa rapada, como quien descompresiona en las profundidades del mar. Se dispone a continuar actuando, ¿qué era si no una actuación?, dueño absoluto de las escenas y secuencias de un filme real como la vida misma.
Un tumulto de gente se mete con él, que continúa como si cualquier cosa. Tres ponches al hilo en la octava entrada dejan desconcertados para la última oportunidad a quienes pierden. A su regreso al dugout, con miradas benditas y maldecidas que recorren el escenario, se seca la cara con la toalla blanca para la última sesión del masajista. A sus pies cae un cartucho antiguo, de los que ya no existen, con un amarre breve de cinta roja.
«Cuidado Lazo, no cojas eso, que está endemoniado, escúpelo y después méalo». «Yo no creo en bobadas, dame acá un tabaco encendido». Alzó el maleficio, le abrió varios huecos con el habano, se viró de espaldas al público, y lo devolvió al graderío. Creció la algarabía. «Ahora te vamos a coger, entre Padilla, Vargas y Malleta vas a quedar al campo…». La ventaja es mínima, una por cero, mas pocos creen en milagros con Lazo en noche de gala. Quien lo ve regresar al montículo lo eleva al Olimpo de los dioses griegos de la mitología: Zeus del box.
Intento de toque que no fructifica. Se encima al bateador en turno que regresa al cajón y le espeta en pleno rostro: «A esta hora con toquecitos, batea coño, que para eso tienes el bate, no me hagas darte un bolazo». El jugador no lo vuelve a intentar y muere en inofensivo palomón a la intermedia: out 25.
No cabe otra alma en la instalación, ¿por industrialistas o por el show-Lazo? Sin perder un segundo, tira la primera recta por el mismo medio del plato al tercer bate y lo deja petrificado, después le repite la dosis dos veces más y consigue el importantísimo segundo out. Toca el turno al cuarto, que ha conectado los dos únicos hits de su equipo.
«Ahora vas a ver lo que es bueno». El slugger se estira cuanto puede, lleva el madero al frente en una suerte de yoga bien premeditado, mueve los pesados hombros, se concentra y, cuando clava la vista en el cíclope, ya el primer strike lo está cantando el árbitro. Rectazo increíble en el noveno, después de más de 130 lanzamientos.
Quiere protestar, pero es por gusto, nada le reportaría, la razón la tiene quien lanza, y prefiere enfrentarlo concentrado. Se separa del cajón, pide tiempo, vuelve a sus rituales y choca con la punta del bate una slider que se queda un poco alta y afuera. Por el poder de sus muñecas, la bola va tomando altura en silencio sepulcral. Las nubes comienzan a llorar y dignifican el momento con un rocío inesperado. ¡El todo por el todo en aquel batazo!, hasta que aparece la mano derecha enguantada de Juan Carlos Linares, el hermano de Omar, hijo de Fidel, quien la captura corriendo hacia atrás en la zona de seguridad, pegado a la cerca del left.
Y sucede lo pocas veces visto. El estadio, en vilo, vitorea y corea al rival. Armandito El Tintorero y su tropa bajan al terreno para felicitarlo y tirarse algunas fotos de archivo para su popular peña. El único pelotero capaz de provocar tal desenlace. No concede entrevistas en noche pletórica de emociones. Frustración de la prensa que protesta y a él poco le importa.
Su mirada vuelve a lo más alto del graderío, debajo de la cabina de transmisiones, donde divisa al hombre de chaleco verde abierto, camisa y gorra también verde, con su misma sonrisa franca, que eleva un estuche de buenos tabacos sanjuaneros. Y la sonrisa franca de Pedro Luis Lazo Iglesias se enciende en carcajada.