En puntillas van los hinchas, bufandas en mano, musitando cánticos e improperios. Rezan por un gol, mientras retumba el eco de la cancha vacía donde imaginan a sus héroes otra vez, al dibujar de verde los domingos y rellenar el vacío de los palcos. No hay nada tan triste como las gradas sin gente. El fútbol, que rozaba los topes de su presión arterial, ha sido obligado a detenerse justo cuando más lo necesitábamos.
Silencio. A puerta cerrada quisieron los mandamases resolver el embrollo. Y parecieron los partidos entrenamientos con cámaras, con los gritos de los técnicos limpios, diáfanos, rebotando entre tanta calma. Se escucharon también los quejidos de dolor por tacos enterrados en tobillos y el silbato fue un látigo rompedor del único atisbo de originalidad que quedaba del deporte: la pelota en movimiento.
Por suerte, semejante aberración duró bastante poco. A lo sumo, 90 minutos en Mestalla y otros tantos en el Parque de los Príncipes, aunque a las orillas del Turia unos cuantos miles se hayan agolpados para recibir a su elenco con bengalas y cerca del Sena otros miles más esperaran a su equipo a las afueras del estadio para celebrar la remontada ante el Dortmund. Las aglomeraciones evitadas dentro de las instalaciones, sucedieron de cualquier manera. El fútbol, parece, es el más fuerte de los virus.
Ahora, cuando el avance de la pandemia COVID–19 ha obligado a detener todos los certámenes, muchos lamentan los últimos disparos de las elites para mantener los torneos activos. Algunos jugadores sufren del contagio. La medida más sensata hubiera sido suspender desde el inicio todas las ligas hasta la normalización sanitaria. Pero en el deporte rentado mandan los que pagan, las grandes televiso-ras y los patrocinadores, quienes estarán todavía tirándose los pelos ante la situación. Su acritud, sin embargo, puede traer consecuencias nefastas.
Con el anuncio definitivo por UEFA de la suspensión momentánea de la Champions y la Europa League, sumada a la similar decisión de las grandes ligas del Viejo Continente, se abre nuevamente la persiana en espera de las medidas futuras. El primero en lanzar una piedra en el tejado de la cordura fue –¿quién si no?–, el señor Javier Tebas, presidente de la Liga Española, quien aseguró que su competición deberá reanudarse para no sufrir consecuencias económicas.
Por fortuna, todo esto parece ser un berrinche exclusivo de Tebas y algunos directivos de su calaña. Lo verdaderamente lógico sería dar por terminada la actual campaña y dictar de mutuo acuerdo con los clubes las conclusiones más importantes de la temporada.
En algunos torneos, en Inglaterra o Francia, el título del Liverpool y el PSG, respectiva-mente, era cuestión de tiempo. En España, Italia o Alemania, con el calendario inconcluso y una ventaja mínima de los líderes, la condición de monarca debería quedar vacante. Tampoco debería descender ningún equipo, pues mientras exista vida matemática, pueden suceder milagros. No habría sido la primera vez.
Lo importante, aunque Tebas y compañía embarren esta certeza, es la salud de las millones de personas expuestas al coronavirus. El fútbol, tan importante dentro de las cosas menos importantes, no es indispensable aunque nuestras vidas sin su presencia carezcan de una pizca considerable de picante. Es solo cuestión de tiempo. Con suerte, en agosto todo volverá a la normalidad.
Si algo no soportaríamos los hinchas es ver otra vez un estadio vacío. Que el obturador de una cámara se escuche mientras sobre el césped 22 hombres disputan la pelota, constituye una consecuencia muy dolorosa. El fútbol sin gente queda reducido a una pantomima inaceptable. Es mejor sufrirlo ausente que ver su esencia mutilada. Hagamos silencio. Dejémoslo descansar. Cuando vuelva, ya conscientes de cuánto lo necesitamos, disfrutaremos el doble.