-Por favor, ¿pudiera hablar con Silvio?, pregunté después de ensayar varias veces frente al teléfono de la bodega en la esquina de su apartamento, en la calle 23, entre 22 y 24, en El Vedado.
-No, él no está, respondió una voz que parecía pertenecer a una señora entrada en años.
-Mire, sabemos que está, pues estamos viendo aquí su Lada 1600 blanco. Por favor, dígale que somos dos trovadores jóvenes que hemos viajado desde Pinar del Río solo para conversar con él. Necesitamos que nos atienda, por favor.
Minutos después, Silvio se puso al teléfono.
-Espérenme ahí, ya estoy saliendo.
Me acompañaba Rubén Cortés, con quien compartía dos pasiones de todos los días: el periodismo y las canciones de Silvio. Él era reportero de la corresponsalía pinareña de la Agencia de Información Nacional y cursaba conmigo la carrera de Periodismo en la Universidad de La Habana. Rubén llevaba consigo varias fotografías de mediano tamaño de Rogelio Moré, fotógrafo estrella de la AIN, en las que Silvio aparecía cantando en diferentes escenarios, para que las firmara para nosotros, de manera que pudiéramos conservarlas como un trofeo, una conquista que cobraba valor incalculable como prueba de nuestro encuentro con el Ídolo.
Lo esperamos al lado de su carro. Vestía jean y camisa a cuadros, y venía acompañado de una muchacha joven, pequeña, de rostro fresco y figura bien modelada. Nos saludamos, abrió la puerta del auto y se sentó a atendernos. Le explicamos que acudimos al recurso de la trova porque nos pareció más efectivo. Le dio gracia el argumento. Entonces, Rubén le enseñó las fotos.
-Aquí estoy cantando Para Bárbara, de Santiago.
-No, qué va, cuando Para Bárbara, usted llevaba camisa a rayas, de mangas largas y cuello chino, le aclaró Rubén.
-Te equivocas, aquí estoy cantando Para Bárbara.
-Qué va, qué va, de ninguna manera. Usted llevaba camisa a rayas, de mangas largas y cuello chino.
Silvio lo miró fijo, contrariado y desafiante. Estaba molesto con aquel muchacho que pretendía conocer mejor que él la ropa con la que salía a los escenarios. Hasta que desató el tenso nudo.
-¡Efectivamente! Es que yo canté Para Bárbara dos veces: cuando la defendí y cuando gané, así que tienes razón: estaba con aquella ropa cuando la defendí.
Teníamos razón. Y lo sabíamos, con orgullo. Un orgullo tan sano, que lo compartíamos con el propio gurú de la trova, y con un goce interior que solo entienden quienes han conocido personalmente a los ídolos.
-Yo he leído cosas que has escrito sobre mí, me dijo.
-¿Que usted las ha leído?, le pregunté con una timidez que casi me impedía expresarme, envuelta en un asombro aún mayor.
-Sí, las he leído.
El encuentro fue breve, pero quedó una invitación a su apartamento, que nunca se concretó porque era la invitación típica de los famosos para salir del paso. Sin embargo, el significado de aquel encuentro buscado durante meses era el regalo más preciado para nuestro mundo emocional. Y, más que nuestro estado anímico, nuestra lealtad de admiradores serios.
Nos fuimos caminando hasta la Facultad de Artes y Letras, donde estudiábamos, a tres kilómetros de allí, cantando sus canciones, Rubén con la mano en la oreja derecha, como lo hacía cuando cantaba a Silvio, mientras nos interrumpíamos para repasar los instantes vividos apenas momentos antes, como si aún no lo creyéramos.
Pero el encuentro había dejado flotando un misterio: ¿cómo y dónde Silvio había leído unos breves comentarios que yo había escrito, sin apenas saber hacerlo, y publicado en un periódico que solo circulaba en Pinar del Río? Ese detalle enigmático aportaba una dosis de emoción al vínculo con el trovador, que ahora apuntaba, o tenía que apuntar, hacia el fortalecimiento.
No paré hasta entrevistarlo, dos años después, en febrero de 1986, luego de viajar desde Pinar del Río, de madrugada, en compañía de mi amigo fotógrafo José Otero Martínez y con un cuestionario a la medida de su vocación polémica. La entrevista, la primera que hacía con 22 años de edad gracias a una atrevida pasión periodística, fue publicada en la entonces muy buscada y leída revista Bohemia. Un diálogo interesante que rebotó de un extremo a otro del país y en el que algunas opiniones de Silvio sorprendieron:
-En una reciente entrevista que concedió a la revista Opina, Gabriel García Márquez dijo que los textos de Manuel Alejandro son “extraordinarias piezas poéticas”. ¿Qué opina usted?
-Chico, lo único que me demuestra eso es que se puede ser Premio Nobel de Literatura y no del buen gusto.
Fue una entrevista muy sazonada de principio a fin con opiniones sobre Leo Brouwer, Julio Iglesias, Los Beatles, la poesía de los jóvenes, el son cubano, la ropa para salir a escena y el grupo Afrocuba, entre otros asuntos.
Meses después aceptó reunirse en casa de mi tío Gustavo -que tenía cuarenta y tantos años y disfrutaba la vida como si tuviera nuestros 20- para complacer a un grupo de muchachas y muchachos que dábamos cualquier cosa por conocer y hablar con Silvio: mi hermana, Dismary, Raulito, un primo que era como hermano, Madelén, que después fue mi novia, y el vecino Mario Alba, exmiembro del pelotón suicida de El Vaquerito, que llegó de manera casual.
Supe entonces que aquellos textos míos que Silvio había leído del periódico Guerrillero, mi madre se los había enviado por correo postal con la petición de que no me lo dijera, pues lo había hecho a escondidas.
-¿Y por qué usted no me lo dijo aquella vez?, le pregunté, todavía anonadado por su confesión.
-Porque ella me lo pidió, y un pedido de una madre es sagrado, no podía decírtelo.
Hoy, tras ver en Facebook alusiones a su cumpleaños 75, ha regresado a mi memoria el recuerdo de aquella reunión, acompañada con añejo Havana Club, vino Fortín, frutas variadas y carne de cerdo, que pagamos entre todos sin que quisiéramos suicidarnos luego, como nos pasaría ahora mismo. Un encuentro en el que devoramos a Silvio con preguntas y hablamos sobre literatura mientras él fingía que no se daba cuenta de nuestros dislates literarios y culturales.
Aún revolotean muchos detalles de aquella tarde-noche como él aconsejándonos al hablar de la mediocridad, que nunca intentáramos matar moscas con perdigones, y mi tío, un obrero lúcido que se propuso siempre superarse a sí mismo, sentado en el piso, dando manotazos en el granito gris y clamando con su risa espontánea: “¡Apretó Silvio, apretó Silvio!”.
Lo curioso fue que nadie le pidió al trovador que cantara, ni él llevó la guitarra.