Son tiempos duros los que corren. Difíciles, tensos y el adjetivo se los pone el lector según su propia realidad, que puede ser más o menos compleja a partir de su calidad y nivel de vida, su salud, las condiciones de su vivienda, sus ingresos, o simplemente, la cuota de felicidad y empeño que le ponga a sus días, que bien sabemos que en ese aspecto recae una parte importante del cómo nos podamos sentir.
Lo cierto es que como denominador común la sociedad no atraviesa su mejor momento, porque la economía, una variable transversal, afecta a todos. La inflación galopante, los altos precios, la comida escasa y los malditos apagones, frutos de la crisis energética, hacen que no siempre amanezcamos con el mejor rostro, con la más feliz de las sonrisas.
“Anda mucha gente con caras largas”, se escucha decir, y no es para menos, pero lo peor que nos puede pasar es que ese sentimiento se traslade a los demás, a ese que tiene sus propias dificultades y ha salido de casa a trabajar, a dar lo mejor de sí o a buscar una solución con la ayuda de los demás a su problema.
¿Acaso puede el maestro llevar una “cara larga” a su alumno, a ese niño pequeño que tampoco durmió bien y que espera encontrar en el aula el beso del profesor, el juego con el amigo, la risa de la inocencia?
¿Acaso puede llevarla el médico a sus pacientes? Ese médico que cobra poco, que pasa trabajo para conseguir las cosas del hogar, que apenas ha dormido, tampoco debe, a pesar de todo, recibir con el ánimo apesadumbrado a quien necesita de él.
¿Acaso puede ir molesto y bravo el dependiente, el que trabaja todo el tiempo con la población detrás de un mostrador de una tienda, de una farmacia, de una bodega? No, tampoco debería pasar.
Cuando los tiempos son felices es muy fácil plantar una buena cara, casi sale sola. Mas, cuando no hay ni siquiera un buchito de café para ofrecerle a quien llega, las cosas se tornan difíciles, y no se trata de andar fingiendo, se trata simplemente sin obviar las dificultades, de ofrecer nuestra mejor respuesta, de mirar a los ojos a quien llega al trabajo en busca de una solución o un camino a su problema.
Todos debíamos tener una mejor remuneración, o al menos una que satisfaga las necesidades del hogar, de la familia: el maestro que forma generaciones, el médico que salva vidas, el dependiente que presta un servicio, el economista, el periodista, el jubilado, todos deberían poder llegar con mejores caras cada día a su puesto de trabajo o a su casa.
A veces hay que apartarse de nuestros propios problemas para poder entender los del otro. A veces hay que ponerse en los zapatos ajenos y pensar que puede ser nuestro hijo el que va a la escuela o nuestro padre el que acude al médico, y que el propio médico o el dependiente pasaron por las aulas del viejo profesor.
Solo eso nos salvará en estos días difíciles: el buen trato, la cortesía o la respuesta oportuna sin “peloteos” de quien no tiene deseos de trabajar, que bastante enredado está todo para que, entre cubanos, nos pongamos la vida más dura, más fea y con caras más largas.