Jóvenes con pañuelos anudados alrededor de la cabeza y machete en mano, he visto muchas veces: sobre un escenario representando a deidades africanas, en los surcos y chapea de áreas verdes…, pero por las arterias principales de una ciudad, en medio de una reyerta, solo en imágenes foráneas. El simple hecho de saber que algo similar ocurrió en La Habana, resulta tan doloroso como inadmisible.
Más allá de si la actividad del parque tecnológico Finca Los Monos, asociada al desorden público, estaba autorizada o no, –fue promocionada en un espacio de la televisión nacional– de la búsqueda de los responsables, más los evidentes problemas de comunicación y organización entre instituciones que se ponen de manifiesto, en lo personal considero que lo impostergable es ir al análisis de la Cuba de hoy, en la que hechos como estos encontraron espacio.
Y no me vale la excusa de “suceso aislado”, ojalá y lo sea, pero en nuestra provincia hemos tenido “incidentes” vergonzosos en presentaciones culturales, dos ejemplos: una piedra lanzada contra el grupo Buena Fe en medio de un concierto y el desorden, con estampida incluida, previo a una actuación de Yomil en la Plaza Provisional de la Revolución, hay más.
¿Cómo transitamos de ser un pueblo con la pretensión de erigirse en el más culto del mundo, a ser cuna de tamaña incivilidad? Pues ignorando los signos de alarma que han estado a lo largo del camino. Nos costó asumir que la pérdida de valores entró a los hogares cubanos de la mano de la crisis de los años ‘90 del pasado siglo, en que nos inventamos un eufemismo: jineteras, para justificar dentro de casa el ejercicio de la prostitución como oficio.
Aunque considero menos cuestionable salir a la calle de forma consciente a vender el cuerpo como medio de subsistencia, que posar de esposa o novia enamorada por motivaciones materiales, migratorias…; en la primera, hay más honestidad.
Esa máxima de dignidad que nuestros mayores usaban como escudo de armas, “pobre, pero honrado”, se disolvió en unas décadas; y hubo una exaltación tergiversada del concepto de propiedad social, bajo la cual “llevarse algo del trabajo”, es resolver, “porque hay que inventar” y con la frase “por la izquierda”, se justifican desmanes que dejan al maxilar inferior colgando.
También recurrimos a otros términos reticentes en aras de minimizar el deterioro de patrones ancestrales: estafadores, ladrones, revendedores… los aupamos con el vocablo de luchadores.
Es en casa que se aprenden principios éticos y morales sobre los que sustentar el civismo, que van desde la educación formal hasta entender que robo y violencia son conductas delincuenciales. El respeto a las diferencias, la cultura del entendimiento y el diálogo debieran de germinar por el riego cotidiano con cariño, persuasión, preocupación y ocupación de los adultos por los menores y, especialmente, al calor del ejemplo.
A nivel social construimos estereotipos y alimentamos aquello de que “los cubanos somos los bárbaros” y “nadie nos pone un pie encima”, de paso, seguimos fecundando el machismo y el síndrome de “guapería”, que cuando se salen de control ponen a la ira como estandarte.
Normalizar la vulgaridad, y hasta institucionalizarla al cederle plataformas convencionales para su promoción, lastra la cultura de una nación. Desconocer los límites entre infancia, adolescencia y juventud lleva a que expongamos a niños a entornos con los que no están listos para interactuar.
Desde estas mismas páginas hemos abordado muchos de los problemas aquí mencionados: ¿qué hacen criaturas de 10, 11 años desandando por las calles pasada la medianoche, sin supervisión y, muchas veces, hasta consumiendo alcohol? ¿Cómo es posible que las familias lleguen a un nivel de permisibilidad en que se pierda la capacidad de influir, y si es necesario, imponer conductas a los descendientes?
En los periodos de crisis económica, no sorprende un incremento de la violencia, que descienda la edad de los comisores de los hechos da otro cariz al asunto, y tengamos en cuenta que pese a los porcentajes, cuasi perfectos, de graduación de cualquier enseñanza, la calidad de los procesos educativos y la formación integral de los egresados hoy deja mucho que desear, se han bajado en demasía los estándares de exigencia. La ignorancia y la barbarie son viejos amigos.
Escuelas en las que se baila prosaicamente en actividades festivas, ante mirada de educadores y familiares; música plagada de groserías y alusiones sexuales en escenarios pensados para infantes o dentro de instituciones con un rol formador son otros hechos, que en más de una ocasión, han levantado la hojarasca de la opinión pública.
El uso descontrolado de la tecnología, ya sea con videojuegos violentos o acceso a materiales inapropiados para sus edades, es otro fenómeno cotidiano, cuyos efectos vemos hoy.
Un elemento nada despreciable es la devaluación del trabajo y el estudio a nivel social. ¿Para qué voy a estudiar o a trabajar?, si los profesionales ganan menos que cualquier dependiente, y el salario del Estado no alcanza. Es más frecuente encontrar a jóvenes, de ambos sexos, preocupados por su imagen física que por el desarrollo intelectual: “el pomito de agua para el gimnasio” tiene más “swing” en la mano que un libro.
El consumo de productos culturales de dudoso valor artístico y estético, concebidos sobre patrones ajenos por completo a nuestra idiosincrasia, también hace mella.
Verdad inobjetable es que el hombre piensa como vive, y nos guste o no, estamos en modo supervivencia, pues resulta complejo en medio de carencias, cuando poner un plato en la mesa es la mayor preocupación, centrar esfuerzos en la formación espiritual, en la concepción de un futuro que, desde los agobios del presente, cuesta vislumbrarlo como certeza.
¿Para qué queremos un Código de las Familias si va a ser letra muerta? Los padres que no cumplan con su responsabilidad en la educación y cuidado de sus hijos deben ser penados por la ley. ¿Por qué un niño va a estar consumiendo bebidas alcohólicas y merodeando sin supervisión, incluso, en horas de la madrugada?
La ideología es la conformación de un sistema de pensamientos, sustentado sobre principios que se relacionan con los sentimientos y valores de un individuo o grupo, se articula gradualmente a lo largo de la existencia e inciden en ella todas las influencias que se reciben. Casa, familia, escuela, educadores, sociedad estamos juntos en el proceso de delinear las tendencias conductuales de los más jóvenes, cada eslabón define en esta cadena.
Es esencial que reconozcamos la magnitud del problema, que no se solucionará con tres o cuatro charlas, un paquete de actividades para barrios vulnerables o una jornada de verano. La violencia es uno más de los síntomas, si solo tratamos este, el saldo será penoso, pues habrá un aumento de la población penitenciaria en edad juvenil.
La juventud no está perdida, ni es justo absolutizar cualquier valoración sobre ellos, pero estamos en deuda, porque tendríamos que estar ciegos para no admitir que debimos hacerlo mejor, que al intentar mitigarles el impacto de las carencias materiales nos excedimos en flexibilidad, y el respeto a las normas es imprescindible para fortalecer el civismo en su más amplia acepción.
No menos importante es que, una vez más, fueron las redes sociales y la mala intención detrás de los contenidos las que ofrecieron las primeras versiones de los hechos. Volvemos a quedar a la riposta, al esclarecimiento. El derecho de acceso a la información, que ampara la Ley de Comunicación, no solo aplica para el funcionario que ofrece estadísticas, incluye el conocer con inmediatez los acontecimientos de interés, esto último compete a las direcciones de los medios de comunicación, a la concepción de estrategias y políticas informativas que nos lleven a reflejar la realidad cubana sin cortapisas.
No perdamos de vista que los problemas que atañen a la infancia, a la adolescencia y a la juventud están sobre los hombros de los adultos, y que son el legado para el futuro.