Nunca antes se me había presentado la fecha que se aproxima del 19 de mayo -aniversario de la caída en combate de nuestro Héroe Nacional José Martí- como una ocasión muy propicia para reflexionar con nuestros lectores sobre la ética y la eticidad.
Es que la coyuntura social en que vivimos lo pide a gritos, y como intelectual comprometido, no puedo evadir la responsabilidad que me toca en el afán de desbrozar el camino para que pueda encauzar el necesario mejoramiento humano.
En el proceso de la forja de la nacionalidad cubana se advierte un fundamento y una continuidad de raíz ética, es decir, una creciente, dramática y dialéctica toma de conciencia. Y en el punto focal de ese proceso se sitúa la figura del Apóstol como uno de aquellos hombres “acumulados y sumos”, como él llamó a otros, que llevan en sí la difícil rectoría moral de sus pueblos.
Como presupuesto inicial irrebatible aparecen esas lapidarias palabras del Maestro, las cuales no dejan espacio para duda alguna sobre la prioridad dada a la conducta y el comportamiento humano, así como a los elementos de juicio que estas pueden provocar:
“Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma luz que calienta. El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz”.
Fue esta idea -a mi modo de ver- la que sirvió de motivo inspirador a Cintio Vitier para su trascendental libro Ese sol del mundo moral, que constituye fuente obligada de consulta cuando se quiere penetrar en el escabroso mundo subjetivo del “yo individual” y la proyección ciudadana de este.
Hay dos postulados que se hacen recurrentes y hasta obsesiones en el universo martiano: me refiero al concepto del bien y el de la utilidad de la virtud. Y ambos se erigen como el basamento de todas sus doctrinas. El primero deviene humanismo consumado y palpable; el segundo, se convierte en convicción de que ser virtuoso implica alcanzar la verdadera felicidad.
Únicamente la concreción de este binomio de cualidades concreta el tema tan estudiado por Armando Hart sobre el equilibrio del mundo, en el que la fórmula salvadora es la del amor triunfante. La ruptura de esta fórmula provoca desequilibrio, o lo que es igual, iniquidad, injusticia, odio, maldad.
Se aprecia, entonces, el carácter sistémico de este cuerpo axiológico, porque en definitiva es caer de lleno en el tema de los valores humanos. Para un pedagogo como Martí, nunca se pierde de vista la misión educativa con las sucesivas generaciones de cubanos.
El Maestro sabía y estaba convencido de que la ética, entendida como la ciencia de las normas, y de lo que es o no correcto, no se manifiesta en abstracto, o sea, no vive ajena a la realidad, sino en el seno de cada sociedad. Y lo que es más: no bastan las palabras, pues la fuerza del ejemplo es decisiva.
Elevó la relación entre lo subjetivo y lo objetivo a la más alta escala. Solo así pueden entenderse cabalmente estos dos apotegmas: “Ser culto es el único modo de ser libre” y “Ser bueno es el único modo de ser dichoso”. Hoy, a fuerza de repetir estas afirmaciones, nos parecen obvias, pero cuánta sabiduría encierran.
Es evidente, pues, que a través de la ética se clarifican los móviles y fines más generosos y creadores de la actuación humana. Digamos que es el lado más noble y bondadoso de su interacción con los demás, condicionado por un conjunto de principios que van sirviendo de guía y orientación.
Se infiere, desde luego, que esa relación dialéctica individuo-sociedad se va fortaleciendo a medida que se marcan ciertas regularidades en el decir y hacer. Y es la dignidad como la señal rectora si de hablar de moralidad se trata, es decir, en el entramado ético martiano resalta el atributo de ser digno como categoría principal.
También, el sentido del deber, la honradez y la solidaridad son valores que constituyen un triángulo importante en sus concepciones éticas, junto al patriotismo que ya roza con el ámbito eminentemente político, aunque sería una perogrullada de mi parte aseverar que lo ético y lo político se entremezclan felizmente en el ejercicio íntegro y práctico del revolucionario.
En la raíz misma de su definición de qué es la política se aprecia que la concibe como una vocación de servicio y la contrapartida del divide y vencerás tan arraigado en la tradición reaccionaria. Todo lo contrario, para el Apóstol, el principio rector debía ser unir para vencer, juntar voluntades para encarar su solución. Siempre enarbolar la verdad para persuadir a todos, no aprovecharse de ningún otro mecanismo.
Cuánta transparencia se refleja en estas doctrinas. Sin dudas, en el cuerpo mismo de su eticidad está también el gran hombre honesto y consecuente que fue. Y la misma visión moderna o futurista nos asombra como signo de su vigencia.
La felicidad mayor de un pueblo estribaría en el fomento del sentido ético de la vida de sus hijos: “Un pueblo virtuoso vivirá más feliz y más rico que otro lleno de vicios, y se defenderá mejor de todo ataque”.
La virtud no ha pasado de moda. ¡Cultivémosla!