Fidel conocía a su Isla como nadie. La amaba sin importar la grandeza de algunos lugares o la insignificancia de otros. Pensaba mucho en cómo hacer de ella un sitio mejor. Su mente era un mapa gigantesco donde cabían carreteras, plantas eléctricas, edificios, escuelas, laboratorios, sembradíos, hospitales y gentes.
Pensó hasta el cansancio los destinos de su país. Le regaló lo más preciado que tenía: su vida toda, sus horas de sueño y su espacio personal. La salud propia era una cuestión secundaria para él. Trabajar hasta la fatiga nunca fue un problema.
“En las relaciones internacionales practicamos nuestra solidaridad con hechos, no con bellas palabras”, solía afirmar. Fiel a sus palabras, envió ejércitos de batas blancas hasta los rincones más recónditos del mundo y formó a miles de médicos extranjeros.
En un contexto como el que atravesamos los cubanos por estos días debido al aumento de los contagios por la pandemia, no podemos menos que extrañar sus palabras y sus cuidados.
A 94 años de su nacimiento, lo evocamos como si nunca se hubiera ido. Muchos años pasarán y otras generaciones conocerán sus hazañas; porque los grandes hombres se quedan para siempre en la memoria de los pueblos como únicos sobrevivientes del olvido.