La aldea de Cangamba, en la provincia de Moxico, no aparentaba ser más que un paraje insignificante de la región centro-oriental de Angola. Se componía de unas cuantas casas, otrora pertenecientes a los colonialistas portugueses y una kimbería de chozas pobres.
Estaba desprovista de grandes objetivos militares. Una pista de aterrizaje rústica, era quizás, el atractivo más grande de aquella comarca, que, a partir de junio de 1983, comenzó a ser cercada por fuerzas de la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (Unita), respaldadas por el régimen racista sudafricano.
Su propósito era imponerse en aquel sito y garantizar así la ocupación posterior de la ciudad cercana de Luena, donde el líder de la organización, Jonas Malheiro Savimbi, ambicionaba proclamar la capital de una República Negra.
La Unita pretendía además capturar a los cubanos que se hallaban apostados en Cangama como asesores de la Brigada 32 de infantería ligera de las Fuerzas Armadas Populares de Liberación de Angola (Fapla). Una vez hechos prisioneros, los combatientes internacionalistas serían usados para forzar a Cuba a negociar, sin la intermediación del gobierno angoleño.
A lo largo de dos meses, los soldados de la Unita impidieron la entrada de aprovisionamientos a la localidad y realizaron fuego artillero que se prolongaban por horas. No fue hasta el dos de agosto que irrumpieron directamente en el poblado y causaron las primeras bajas. Se iniciaba así la batalla de Cangamba.
“Éramos 83 cubanos en total y estábamos renuentes a dejarnos coger vivos. Unos a otros nos repetíamos: `Esta es mi bala y la usaré conmigo mismo antes de caer en manos tan despiadadas`”, relata Roberto Prieto Mederos, natural de la capital cubana, quien se había formado poco antes como oficial apuntador aéreo.
“Al segundo día de combate, el enemigo destrozó el arma más potente que teníamos: un mortero de 82 milímetros. Dos piezas del mismo se arruinaron completamente, así como el nicho de municiones, por lo que a partir de entonces debimos combatir mayormente con la fusilería y dos o tres ametralladoras”, prosigue.
“En las trincheras que construimos bajo tierra, nucleamos la defensa de nuestra unidad, dirigida por el bayamés Fidencio González Peraza, más tarde condecorado como Héroe de la República de Cuba”
Fidencio tenía listo su relevo y se preparaba para retornar a su isla, cuando asomó el peligro de la Unita en las inmediaciones de Cangamba y ello anuló todos sus planes. En la aldea se quedó a protagonizar su hazaña.
Afuera de los refugios tronaban los plomos y en el interior de ellos, un calor de 40 grados asaba vivos a los hombres e incrementaba la sed que sufrían. Trataban de saciarla con el agua acumulada en los radiadores de los vehículos, pero era un líquido ácido que les hacía más mal que bien.
“A alguien se le ocurrió cortar en cuadritos las cepas de los plátanos, de donde obteníamos un agua babosa que también fue de mucha utilidad”, describe Roberto.
“Ante la inexistencia total de alimentos, optamos por comer pasta de dientes, pero en lo personal no sentí hambre ni un solo momento de nuestro confinamiento en trincheras. El sueño desapareció también. Estaba demasiado preocupado como para desear dormir”.
A los combatientes caídos los enterraban bajo la tierra de la propia trinchera, envueltos en capas, porque se hacía imposible convivir con el olor de los cadáveres. A largo de los nueve días que duró la batalla perecieron 18 cubanos y 60 integrantes de las Fapla.
Durante la sexta jornada, Roberto fue lesionado cuando el proyectil de un mortero penetró cerca de su posición. Recibió heridas superficiales en la frente, en las mejillas, en el pecho y en un oído, del que todavía padece.
El jefe Peraza, que peleaba cerca, quedó sepultado bajo la tierra gruesa de la trinchera, que se le vino encima de súbito. Roberto lo creyó muerto. Una y otra vez lo llamó y el coronel no respondía.
Poco después se lo topó sano y salvo y suspiró aliviado por la suerte de su amigo.
A lo largo de nuestra conversación evoca a otros compañeros suyos, como el doctor Luis Galván Soca, que el siete de agosto se hallaba en el puesto de mando, devenido refugio para heridos, cuando el fuego de la Unita hizo trizas su rótula. Minutos más tardes, recostado sobre una camilla, el médico de 45 años fue abatido por una granada de mortero que puso fin a su valiosa vida.
La detonación dejó ciego temporalmente al sanitario René, que apoyaba el servicio de Galván. Solo tiempo después, tras una operación en Alemania, este pudo recuperar la visión.
El apoyo de la aviación de combate cubana, el desembarco de Fuerzas de Destino Especial en la retaguardia del enemigo y el refuerzo de dos brigadas blindadas que salieron desde Luena y Menongue, fueron decisivos para revertir la situación de la tropa cercada en Cangamba.
Esperanzadora resultó igualmente una misiva de Fidel Castro, dirigida a aquellos hombres de bocas secas y cuerpos extenuados, que se hermanaron aún más en medio de aquel contexto desgarrador.
Todos los medios y fuerzas cubanas se emplearán si fuera necesario para liberarlos del cerco enemigo… Confío en el valor insuperable de ustedes y les prometo que los rescataremos cueste lo que cueste, aseguró el Comandante.
“Cuando nuestra victoria era un hecho y las tropas de la UNITA se retiraron del escenario de operaciones de Cangamba, lo primero que hicimos fue desenterrar a los muertos de las trincheras y trasladar a los heridos. Luego nos pusimos a medir el terreno de operaciones y a contar la cantidad de proyectiles de mortero que cayeron”, detalla nuestro entrevistado.
Se estima que alrededor de 1500 proyectiles de artillería impactaron en el área defendida por los cubanos, no mucho mayor que un terreno de fútbol según comparan los expertos.
“Fue un milagro que sobreviviéramos”, apunta Roberto.
Un año y tanto más, permaneció en Angola, en una brigada posicionada en las márgenes del río Lungue-Bungo.
De esa segunda experiencia conserva una cicatriz en un brazo, donde lo alcanzó un disparo.
A su regreso a Cuba creyó sentirse bien, pero no lo estaba. El mínimo ruido lo alteraba y en ocasiones, despertaba exaltado y saltaba de la cama al piso, con el susto de una posible explosión.
“Cuando cerraba la puerta de mi cuarto se formaba un cajón de aire, que se me asemejaba a la salida de un morterazo, cosas así me sucedían.
“Mi médico me dijo que me podía mantener dormido con pastillas todo el día, pero su consejo era que disfrutara de una reservación, que me distrajera…”
El tiempo y los afectos de la familia, calmaron poco a poco la angustia que heredó de la guerra.
Detrás de una hija suya, enamorada de un pinareño, vino él a parar a Vueltabajo y aquí se quiso quedar. Actualmente labora como rastrero de la Región Militar, trabajo que le ha permitido recorrer la isla y reencontrar a los compañeros que conoció en Cangamba.
Con ellos comparte lazos que el tiempo no ha conseguido disolver. En los momentos más difíciles, un instinto de supervivencia domina a los hombres, pero también afloran sentimientos de humanidad, entonces se unen y consiguen lo imposible, como aquellos valientes que sobrevivieron al infierno de Cangamba