Tres días me tomó comprar los mandados del mes. Además de coincidir con la llegada de algunos productos adicionales, estaban las nuevas medidas para restringir la movilidad y a las 12, chirrín, chirrán, pues para poder cerrar a la 1:00 p.m., hay que cuadrar y limpiar el establecimiento.
El primer día repartieron solo 15 turnos, por supuesto que no alcancé. Me preguntaba por qué tan pocos tiques, pero decidí regresar al día siguiente, quizás con más suerte. Me desperté más temprano esta vez, al llegar había la misma aglomeración del día anterior, pero volví a marcar.
«Los turnos de hoy, los dieron ayer», me dice una anciana que se apoyaba en un bastón. No podía creer lo que escuchaba. Había marcado, sí, pero para el día siguiente. Decidí esperar, con una dosis extra de paciencia, hasta que a la hora de abrir, la turba corrió hacia la bodeguera a reclamar.
Decidí quedarme fuera, sabía bien detrás de quien iba. Cuando se organizó todo y dieron los turnos, me toco el número ocho. Otro día más a la carga, pero esta vez era al seguro. Después entendí la razón de tan pocos turnos diarios: entre colados, casos de COVID-19, limitados y otras “atracciones”, claro que no da tiempo atender a más. Pude comprar a las 10:00 a.m.
Tres días expuesta al SARS-CoV-2. Unos tosían, otros se sentaban en el suelo y allí mismo ponían su pomo de desinfectante, sus jabas. Aun cuando lo que me faltaba era usar una escafandra, llegué a casa muerta de miedo, directo a higienizarme hasta los dientes. Puede parecer una historia de humor negro, pero no lo es. Es una de las tantas realidades que ahora mismo vive cualquier pinareño, desafiando el mortal peligro que implica llevar un contagio a la casa.
¿Por qué tiene que ir un contacto de alguien enfermo, y peor aún, un positivo a comprar el módulo que le asignan?
¿Por qué está la cola repleta de ancianos, incluso algunos con dos y tres tarjetas?
¿Por qué, si están entrando más productos normados, no se extiende el horario hasta al menos las tres de la tarde? Si las bodegas y panaderías solo funcionan en horario de la mañana, es lógico que la aglomeración sea mayor. Lo peor es que se pierde la noción del peligro cuando llevas dos o tres horas esperando.
Porqués hay muchos más, y eso es solo cuando chocamos con gestiones necesarias de las que depende en gran medida la alimentación de la familia. Peor es tener que pasar mucho más tiempo en las afueras de un policlínico para lograr una evaluación o un test rápido que alivie la angustia de sospechar un contagio o estar 25 horas en un cuerpo de guardia, con un cuadro preocupante, en espera de una clasificación para ser trasladado a un centro de aislamiento o una sala para recibir tratamiento. ¿Solo dos consultas para atender a tantas personas?
Todo el mundo se alarma cuando cada día la cifra de casos en la provincia supera los mil, pero desgraciadamente hasta que no pasa lo peor y nos toca de cerca no tomamos conciencia. La responsabilidad individual tiene mucho que ver en el asunto, pero también la adecuada organización y aplicación de protocolos para manejar la situación.
Me cuesta entender que una anciana que vive sola tenga que salir a comprar sus mandados y sus medicamentos o que sean los mismos casos positivos quienes compren los alimentos en la bodega. ¿No se designan personas menos vulnerables para estos fines?
Es indignante ver cómo en espera de un resultado o confirmados a la COVID-19, supuestamente aislados e ingresados en el hogar, deambulan por la calle como si tuvieran solo un catarro común. ¿No funcionan los comités COVID-19 en los CDR?
En su reciente visita a la provincia, el ministro de Salud Pública, José Ángel Portal Miranda, llamaba a la reflexión sobre el aumento de los casos pediátricos y lo que implica para las familias y el sistema de Salud. Entonces me pregunto: ¿qué hacen dos niños que no superan los 14 años pregonando la venta de ristras de ajos por la calle?
Después del shock que te causa ver algo así, te llenas de ira hacia sus padres y solo te colma la impotencia de ser testigo de cosas tan tristes.
Ningún sistema de Salud está preparado para lo que estamos viviendo, ni en los países más desarrollados. Los médicos y enfermeras que se enfrentan constantemente a la muerte en la zona roja están agotados. La falta de oxígeno y medicamentos también hace de las suyas y conspira contra los esfuerzos del país.
Pero no podemos tener miedo a decir que los hospitales están colapsados. Necesitamos ayuda. Las tristes experiencias de Matanzas, Ciego de Ávila u Holguín nos tienen que servir ahora de acicate para organizarnos mejor y tratar de evitar más muertes.
Restringir la movilidad y ser más severos en los decretos han demostrado que no son las únicas vías para disminuir la transmisibilidad. Reducir las convocatorias a reuniones y actos masivos, aunque “cumplan con las normas sanitarias”, es una buena manera de evitar los contagios.
En casa, no dejemos que sea demasiado tarde para aprender la lección. No expongamos más a nuestros mayores ni a nuestros pequeños si no es indispensable salir. No es momento de culpas ni de quejas, sino de hacer cada cual lo que le corresponde, y eso concierne a todos. La fatiga pandémica que ahora mismo nos acecha no puede ser sinónimo de insensibilidad en espacios públicos de atención y servicio a la población. Todos estamos en peligro ante un enemigo común y la única forma de ganarle a la muerte es trabajar juntos, con los pies en la tierra, con mecanismos efectivos y disciplina individual. Somos más que indicadores y números