Recibí y acepté la invitación para presentar El Niño Linares, al Juego de las Estrellas, Holguín 2002. Con Rubén Siles, diseñador del libro, llevamos 500 ejemplares que volaron como Matías Pérez. En la madrugada llegamos al Latino y allí estaban los ómnibus.
Faltaban minutos para partir, cuando subió Teófilo Stevenson, con pantalón vaquero y pulóver claro. Se sentó cerca de nosotros. Nunca había hablado con él, pero ni corto ni perezoso me le arrimé: –Campeón: ¿Por qué no te vas un día a Pinar y te presentamos en la Peña Deporte y Cultura? –Cuando ustedes me inviten. –Y siguió hablando con Urbano González, Capiró y otros tantos estelares.
La primera escaramuza, si así se le puede llamar, fue en el “Conejito” de Cienfuegos, donde paramos para merendar. Al bajar nos encontramos con el actor René de la Cruz, protagonista de Julito el Pescador, quien criticaba en alta voz las pocas ofertas, sobre todo de bebidas. En cuanto vio al campeón, le fue encima y se tiraron un montón de fotos.
Nos fuimos al merendero, donde ofertaban pan con jamón. Allí nuestro hombre entró en cólera: –Oiga joven, llámeme ahí al administrador, por favor. –Sí, enseguida, titubeó la muchacha. En un santiamén llegó el jefe:
–Oye, compadre, me parece que ustedes le están robando al pueblo, aquí no hay ni la mitad de jamón. Trae acá la pesa. –El hombre comenzó a sudar. Efectivamente, aquello era un robo. –Dame tu nombre y el carné de identidad. ¡Coño!, los diputados nos metemos días y días trabajando, para que ustedes hagan estas cosas. ¡Les están robando al pueblo! –La gente comenzó a hacer grupos y acusaciones. La cosa se puso fea.
Cuando íbamos hacia el ómnibus me dijo: –Caramba, esta es gente humilde, pero hay que dar un escarmiento. Ven conmigo. –Nos acercamos al mostrador, donde se hablaba del asunto. –Mira compadre, yo sé que tú eres un trabajador, pero no lo hagas más, este es tu pueblo. Mira… –Y rompió los papeles.
Llegamos cansados a Holguín, con tiempo para el alojamiento. Teófilo fue, con los federativos, al Hotel Pernik, que colinda con el estadio, nosotros con la prensa en la confortable Villa Cristal, una elevación donde, al frente, la gente veía tomar cervezas al famoso burro. Recuerdo que el periodista Sigfredo Barros le compró una Cristal y el animal se la bebió en un santiamén.
Al otro día nos volvimos a ver y nos fuimos a Birán, para visitar la casa de Fidel y Raúl. Unos oficiales nos recibieron, aunque poco faltó para que le quitaran la cámara a Rubén; no se aceptaban las imágenes. Allí el guía fue Teófilo, que conocía el sitio. Las camitas de los niños, la cocina, el inmenso tanque de agua que se cargaba con la lluvia. En fin, lo revisamos todo. Y de allí para el estadio; el juego comenzaba a las 2 pm.
Antes se vendió el libro y firmé (quizás alguien no lo crea), los 500 ejemplares. Claro, uno de ellos fue dedicado al campeón, quien sentía admiración por Omar.
Fue de allí, de donde prendió la idea de su visita a Pinar, una de tantas.
A principios de 2004, ¡por fin!, tuvimos al gran campeón en la Peña Deporte y Cultura, del Centro de Promoción y Desarrollo de la Literatura “Hermanos Loynaz”.
Junto al escritor, Juan Ramón de la Portilla, entonces director del centro, esperamos un buen rato para la llegada del campeón. En cuanto arribó a la casa de su amigo Cheda, oficial del Minint, al costado del Hotel Pinar del Río, parqueó y lo recibimos con su joven esposa. Por sus expresiones, parecía un niño grande, caballeroso. Allí brindamos. Poco después los llevamos a una Casa de Visita del gobierno.
Insistió en visitar la prisión, costumbre suya en todo el país. Los reclusos, una vez autorizados, corrieron para ver y escuchar al campeón, quien respondió varias preguntas y charló un buen rato con ellos. Les dio muchos consejos, con una bonita experiencia.
Al otro día almorzamos en el restaurante La Taberna. Los comensales, sin excepción, se reunieron a su alrededor y pidieron autógrafos. Teófilo atendió a cada uno, incluidos los trabajadores del local.
De allí partimos hacia la Peña, donde se acumulaba un hervidero de gente. Le enseñamos el centro y su objeto social. Después de casi enamorarlo para que subiera al estrado, me dijo: –¿Tengo que subirme ahí y hablar con tanta gente?, ¡qué va! –A eso viniste, aquí no vas a pelear, además lo haces en el mundo entero. –Una cosa es boxear y otra hablar. –No te preocupes, solo responde lo que te pregunte.
Con una tarjeta libre para consumir, sus primeras palabras fueron: –Mi gente, me hace falta un cigarrito, estoy sin dinero. –Entonces Urquiola, ni corto ni perezoso, le llevó una cajetilla. Según sus propias palabras, jamás tocó una herencia millonaria del exterior, que donó al país.
Poco a poco entramos en calor y lo increpé sobre la malograda pelea con Alí: De aquello solo expresó: “Él es mi amigo, fue el mejor profesional y yo el amateur, ¿para qué más?”
Casi dos horas duró el coloquio. Hablamos de pelota, la comida, los amores, sus hijos, su querido central, los viajes al exterior, de cuando se encontró con un provocador en un aeropuerto y allí mismo lo noqueó. El porqué de tanto beber y fumar, etc., etc., etc. A todo respondió, incluidas respuestas al público.
La intensidad fue in crescendo, cuando pidió visitar a su amigo Alejandro Robaina, todo un símbolo del tabaco, a quien conoció en un aeropuerto de París y allí entablaron una bonita amistad. Llegamos a la afamada finca sanluiseña, donde Robaina lo esperaba en el portal, rodeado de varios turistas que, sin poder evitarlo, se fueron al carro del campeón para tirarse fotos y entrevistarlo.
En el amplio y largo portal, nos sentamos y aparecieron las anécdotas. Saladitos, y el buen vodka ruso, amenizaron la tarde. Un par de símbolos criollos que partieron al infinito, dejando huellas definitivas.
Teníamos el compromiso de asistir al acto de Fin del Curso de la Facultad “Nancy Uranga Romagoza”, que se celebraba en el teatro 1ro. de mayo. Lo esperamos, nos sentamos detrás y cuando entró, con todo el público de pie y largos aplausos, me dijo: –Vamos para allá arriba, si tu no subes yo tampoco voy. –Parecía un muchacho pidiendo apoyo. Y lo apoyé. Cogió el micrófono y dijo ocho o diez palabras. No hacían falta más.
Entrada la tarde, fuimos a despedirlo en la propia casa de Cheda. Listo para partir, con un vaso lleno de ron en la mano y al timón. Le llamamos la atención, incluso hablamos con su esposa, pero sin remedio, allá partió el campeón y nosotros quedamos en vilo por lo que pudiera suceder. Por fortuna, nada sucedió.
Allí, en esas horas que parecían siglos, pudimos observar que aquel hombre, inmortal por derecho propio, no era más que un chiquillo con corazón de oro. Después hablamos, algunas veces, por teléfonos. No lo volví a ver.
Años después, su muerte llenó de luto al pueblo. Y día a día crece la leyenda.