Al despreciable año bisiesto 2020 ya le estamos administrando los santos óleos, pero al que está por nacer debemos buscar hoy los antídotos requeridos para limpiarlo de las células malignas que pueda heredar.
La tarea de la humanidad es lograr que 2021 sea un año sano, como el brillante sol que ilumina después de la tormenta.
Peor que el veinte-veinte es casi imposible: la coincidencia más repetida es que es irrepetible por su acumulado de grandes desgracias. Su más terrible criatura es la Covid-19.
La experiencia para combatirla y asimilarla servirá para no confiar en ningún otro virus. El aviar fue de los primeros en pasar del animal al ser humano. Un tercero no debería hacerlo.
Es difícil, y quizás kafkiano, hacer un inventario de lo ocurrido en estos 366 días, pero es bueno citarlos para tomar conciencia de lo que en 2021 en adelante debemos hacer para no repetir la mala experiencia ni sentirnos culpables.
Partamos del hecho de que las fuerzas de la naturaleza no se pueden dominar cuando se desatan, pero admitamos que sus daños sí se pueden neutralizar.
Este año, por ejemplo, se produjo el insólito hecho de padecer 31 ciclones en una misma temporada, pero sus brutales inundaciones en Indonesia y México se hubieran evitado con una correcta canalización de aguas y limpieza de ríos, mejor control de las presas y sistemas de drenaje y sedimentación para impedir inundaciones.
Igual ocurre con la Covid-19. Si la pandemia hubiese tenido un sistema de salud pública eficiente, completo, abarcador, gratuito, con los especialistas requeridos en calidad y cantidad, sus índices de mortalidad y letalidad probablemente hubieran sido más bajos.
El descomunal impacto de la pandemia en la economía quizás hubiera sido menos destructor si la propiedad hubiese estado menos concentrada para soportar mejor las medidas sanitarias de protección.
Veinte-veinte demuestra de forma dramática la irresponsabilidad de la sociedad y de la industria contaminante en el calentamiento global y el trágico y peligroso cambio climático, frente a acuerdo de París saboteado por Donald Trump.
Los incendios en Australia que dañaron más de 10 millones de hectáreas y emitió más de 400 millones de toneladas de CO2 emitidas a la atmósfera, a los que se unen los del Amazonas en Brasil, y California, en Estados Unidos, son atribuidos por los científicos al calentamiento global y al excesivo uso de plásticos.
Tampoco los científicos atribuyen a efectos naturales la formación de plagas como la de langosta que azotó este año bisiesto a Kenya, Somalia y Etiopia, poniendo en riesgo la alimentación de todo el este del continente africano, ni la aparición del avispón asiático en Estados Unidos.
Hay otros acontecimientos que hacen muy desagradable este 2020, como el polvo del Sahara que este año viajó más lejos que nunca desde el norte de África, el descubrimiento de un temible agujero negro inexplicable para los astrónomos que nos puede devorar, y una impresionante cantidad de terremotos como los de Turquía y México.
Sin embargo, lo más intranquilizante de este nefasto y bisiesto año fue que la seguridad colectiva del mundo y la paz estuvieron a merced de un hombre que actuó por encima de la institucionalidad, como Donald Trump, negando el cambio climático, la ferocidad del SARS-Cov2, y jugueteando todo el tiempo con una guerra total.
De lo poco positivo a agradecer a este año bisiesto es que el pueblo estadounidense lo sacó de la Casa Blanca. Trump, quien aun puja por revertir con mentiras su derrota, batalla con la Covid-19 para ver cuál de los dos fue lo peor y más repugnante de todo lo que el mundo aborrece de este despreciable 2020.