-Qué va, con estos apagones, la situación del combustible y la poca disponibilidad de los cilindros de gas, vamos a necesitar un “torricheli”, digo jocosamente mientras me despido y continúo la marcha hacia el umbral de la puerta.
Lo curioso es que, al voltear, solo vi caras asombradas y ensimismadas ante tal afirmación para una cocina alternativa. Pero tal extrañeza no era por la frase en sí, ni siquiera por el pensamiento fugaz de la ley estadounidense. Será por la idea del posible retorno a los tiempos del periodo especial, pensé… más no.
Y fue entonces que un estruendo vino a resonar en mis oídos a modo de pregunta intrigante, proveniente de la persona de menor edad del lugar… ¿un torricheli? ¿Qué cosa es eso?
Estupefacto quedé, pues la pregunta crecía y repicaba aún más en la mente de todos los presentes, aunque no la expresaran verbalmente. Increíble. “¿Es que nadie sabe lo que es un torricheli?”, pregunté.
Entre risas, los hombros se elevaron y descendieron al unísono como un “perplejismo” sincronizado. “¡No, no, no! Imposible que a ustedes no les hayan enseñado, o al menos comentado, esta inventiva de tiempos de crisis”.
Al final de la jornada, por muchas explicaciones técnicas esbozadas al aire, no conseguí que captaran el concepto, aún no les quedaba claro.
-Pero eso tiene que ser un invento tuyo, porque lo acabo de buscar en “Youtube” y no hay nada de eso; y si en internet no está, es que no existe, replicó el menor.
De inmediato le arrebaté el celular. Con él en mano me dispuse a refutar su incipiente búsqueda. Pero mientras más buscaba menos encontraba, y mayor era la risotada.
En efecto, la búsqueda solo arrojaba el conocido principio de Torricelli y la aplicación de la mecánica de fluidos de Bernoulli; a la par, más abajo, aparecían otros contenidos audiovisuales adyacentes sobre la mencionada ley estadounidense.
Por lo que, entre dientes, tuve casi que darle la razón al infante con su paradójica e incongruente frase de que lo que no está en internet simplemente no existe.
Así, al comienzo de mi quinta década de vida, casi caigo en la trampa de aquella “inocente ignorancia”. Una que le viene a estas líneas casi al dedillo, a modo de cierre y moraleja.
Llegados a este punto, pienso que deberíamos cuestionarnos varios asuntos con la educación, futuro y comprensión del mundo de quienes nos rodean.
¿Dónde han quedado los recuerdos y la historia? ¿Por qué de a poco y sigilosamente se nos ha escabullido la tradición oral de nuestra idiosincrasia? ¿Acaso hemos sucumbido al destierro del genio o nos ha engullido la tranquilidad y la facilidad de las tecnologías?
Pero no es cierto que lo que no se encuentre en internet no exista; algunos somos lo bastante mayores para saberlo. Y aunque a los nativos digitales les cueste, debemos ser pacientes e inteligentes para demostrárselo y hacerlos razonar sobre ello.
De forma personal, me siento orgulloso y hasta sonrío con las cosas de mi pasado durante los años `90. Mucho aprendí e innové junto a mi padre y hermanos.
Pienso que todo ese tiempo compartido, así como las estrategias para salir adelante y sortear malos momentos son uno de mis mayores tesoros. Muchos de esos años me han hecho la persona que soy hoy, por ende, siempre trato de transmitir esas experiencias, aun si son arcaicas o innecesarias.
Hoy, con el devenir de los años, cada día nos obnubilamos más ante la tecnología y somos un poco más torpes en cuanto a imaginación e inventiva.
Al final de esta historia, tras un poco más de tiempo, paciencia, una lata vieja, medio saco de aserrín y un fósforo… asombró, salió el almuerzo, y lo mejor de todo, es que el “torricheli” ya no es un cuento para ellos.