A veces pienso que deberíamos ser más resilientes, y a modo de darwinismo social, vestir una coraza de flexibilidad para adaptarnos a cualquier ambiente social o situaciones de estrés que podamos enfrentar.
Luego recuerdo que como ser social y ente participativo tengo mis derechos, y como dijera el dicho, pues se me pasa.
Y es que deberíamos preguntarnos en este sentido, hasta qué punto podríamos o tendríamos que tolerar que alguien o “alguienes” nos invadan con total impunidad nuestro espacio sonoro.
Lo digo por la sencilla razón de que la música es parte del hombre desde que se desarrollaron nuestros canales auditivos. Es innata. La llevamos dentro, y por ende, es intrínseca en cuanto a gustos.
Evidentemente no por ello debemos pensar que a todos nos gusta lo que a nosotros nos place y mucho menos “espantárselas” a todo volumen a terceros en nuestros respectivos lugares de trabajo.
Sería prudente revisar las normas elementales de convivencia y civismo no escritas y quizás también los decretos al respecto, solo con el objetivo de recordar que poner música no es un delito; pero sí genera una contravención el “ensuciar” el ambiente con ella en lugares no aptos para algarabías.
Claro, siempre saldría aquel que diría –yo pongo la música que a mí me gusta y la subo al volumen que me dé la gana –. Pero si triste es pensar así, más triste es caminar por una feria o una acera repleta de quioscos, cafeterías o stands y que cada cual, como le corresponde, ponga la música de su gusto a decibelios ensordecedores. Qué locura.
Siguiendo en ese mismo orden, también sería prudente hacer un llamado a esos individuos que también, sin ton ni son, y de la nada, en medio de un transporte público –que de por sí viaja con los gustos musicales del chofer a todo dial– sacan una de esas bocinas bluetooth u otro aditamento portátil y allá va eso.
Nada más parecido a una violación, lo que en el caso que nos ocupa, tal transgresión es auditiva. Y por supuesto, para evitar un problema, todos los que circundamos al mencionado dispositivo electrónico, pues de inmediato nos autoinvitamos a esa fiesta particular.
Pero la cuestión pudiera ir mucho más allá… canciones repletas de material sonoro indecente, palabras soeces y fraseologías vulgares pudieran venir a rematar la violación anterior.
Pongo el parche antes que se haga el hueco: aunque no me guste no estoy en contra del reguetón, pues si bien muchos lo defienden, este es el género que más recurre a tal chabacanería léxica.
Tampoco pediría música clásica ni los “Pasteles Verdes”, pero mi voto siempre sería para la decencia, el buen decir, e incluso, para las frases que con picardía suenan por derecho propio en nuestra música popular bailable.
Lastimosamente, como alegaba líneas atrás, este fenómeno se ha convertido en una moda cotidiana y lo bastante jodido es que nadie opina sobre este asunto, pues ya es “normal”, y poco o nada parece ejecutar la justicia cuando el problema sobrevive y perjudica.
Importante recordar que en Cuba también existen leyes que hablan sobre la contaminación acústica y que deben de cumplirse a cabalidad.
Y ante esta ineficiencia estatal, poco o nada funciona un llamado a la comunidad para autocorregir tales indisciplinas. Por ende, debería primar el rigor en la aplicación efectiva de lo dispuesto por el bien sensorial del ciudadano común.
Mientras tanto, en espera de cambios futuros, no nos queda otro remedio que enajenarnos frente a castigos musicales hiperdecibélicos o quedar inertes a modo de víctimas ante los torturadores.