Los niños de la academia Santo Tomás, en La Habana, sentían un apego especial por el profesor Rafael Simón Morales y González. Este no les hacía memorizar textos de muchas páginas, ni los amonestaba con castigos absurdos si decían algo mal, como era costumbre en el siglo XIX, sino que apostaba por adaptar el proceso de enseñanza al ritmo individual de cada pequeño.
Era seguidor del método de un pedagogo suizo apellidado Pestalozzi, que respaldaba un aprendizaje “por la cabeza, la mano y el corazón”. Con ello recalcaba la importancia de la práctica, la observación y la experimentación, en el proceso de educación integral de los infantes.
Aunque tenía dotes de orador, Rafael no usaba palabras pomposas con sus pupilos, sino que les hablaba con claridad y limpieza, como alguien que los entendía bien. Era apenas un adolescente, pero proyectaba suficiente madurez como para que el resto del profesorado lo tratara con respeto y admiración.
Moralitos, como le llamaban todos en alusión a su pequeño tamaño, todavía no había terminado sus estudios secundarios en esa misma academia, cuando don Ramón Ituarte, el director, lo convidó a educar a un grupo de niños de entre siete y 10 años.
Aceptó entusiasmado la propuesta con tal de ayudar a su madre, que pasaba apuros para traer el pan a la mesa. A la par de ese trabajo, llevaba el de preceptor de hijos de familias adineradas de La Habana.
Años atrás su familia había atesorado tierras en la región tabacalera de San Juan y Martínez, Pinar del Río, pero tras la muerte del patriarca -Rafael Morales y Ponce de León- la viuda y sus hijos fueron despojados de toda propiedad y se vieron forzados a recurrir al amparo de familiares en la capital del país, donde padecieron serios aprietos económicos.
A pesar de laborar desde temprana edad para sostener su hogar, Moralitos nunca descuidó sus estudios. Anhelaba convertirse en abogado y logró matricular en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, donde lo apodaron Pico de oro por su palabra locuaz.
Muchas veces se presentó a clases sin estudiar, por no contar con los textos ni con el dinero para costearlos. Le bastaba con que algún compañero le facilitara el material minutos antes de comenzar la lección, para dominar el tema con tan solo una lectura, y disertar sobre el mismo como todo un experto.
Sus ojos verdes centellaban en su rostro trigueño cuando hablaba de su sueño de una enseñanza inclusiva, que tomara en cuenta a los obreros, los negros y las mujeres. Con un reducido grupo de colaboradores, se consagró a la tarea de inaugurar aulas nocturnas para la educación de artesanos y jornaleros en el colegio El Progreso, pero las autoridades españolas no tardaron en frustrar su proyecto.
En el término municipal de Santiago de las vegas intentó crear más tarde un Liceo Científico Artístico y Recreativo y una biblioteca pública, donde se ofrecerían clases gratuitas a los trabajadores, pero esta iniciativa también se vino abajo.
Decepcionado de la situación de su tierra, dependiente de una metrópoli extranjera y plagada de miserias humanas como la esclavitud de los hombres, decidió unirse a los mambises en los campos de batalla de Camagüey, apenas dos meses después de iniciada la Guerra de los diez años, sin haber concluido aún sus estudios universitarios.
Asistió como delegado a la Asamblea de Guáimaro, donde quedó constituida oficialmente la República de Cuba en Armas. Allí fue electo representante a la Cámara, como diputado por occidente.
Meses después de celebrado el cónclave, puso a consideración de la Cámara de Representantes la Ley de Instrucción Pública, en la cual reflejaba sus aspiraciones de ilustrar al pueblo: “Que no se olvide por un solo momento que la educación popular es la garantía misma de las garantías sociales, si se quiere que no sean estériles las lágrimas derramadas”, opinó al respecto.
En la manigua redentora fundó escuelitas de retaguardia para enseñar a leer y escribir a campesinos y mambises iletrados, que, en tan solo dos meses, eran capaces de esbozar frases completas gracias a la cartilla para alfabetizar surgida del genio de aquel incansable maestro.
El 26 de noviembre de 1871, mientras peleaba como soldado de línea en la zona de Sebastopol de Najasa, Camagüey, fue impactado por un disparo de fusil que quebró en cuatro partes su mandíbula, destrozó su dentadura y le desgarró la lengua.
Los jefes de la guerra lo instaron a trasladarse a Estados Unidos, vía Jamaica, para recuperarse y unirse a la emigración cubana en esa nación, pero el viaje nunca se concretó
De poco sirvieron las cirugías que le practicaron en pleno campo insurrecto. Su salud se deterioraba por día. La ausencia de dientes y muelas le dificultaba la ingestión de alimentos y casi no podía articular sonidos, él que era tan devoto de las palabras.
Durante 10 meses se aferró a la vida a pesar del dolor y de la incomodidad que le provocaba su rostro desfigurado y su barbilla hundida: “A pesar de todo he luchado. Jamás di un solo quejido”.
Tenía 27 años cuando murió en un lugar de la Sierra Maestra conocido como Piedra Blanca. Sobre este patriota apuntaría Maceo: «… Parece mentira que un cuerpo tan pequeño encerrara un alma tan agradable, que solo una cosa parecía ignorar: lo que él valía”