Pudieran decir quienes lo hayan conocido a fondo, que él siempre fue un hombre de cualquier lugar; pero, en honor a la verdad, sería en los valles entre montañas —esos que hacen única la Cordillera de los Órganos— en donde quedaría marcada la huella de Manuel Borjas Borjas para la eternidad.
En ocasión de su onomástico, el 16 de febrero, fue develada en el poblado de San Andrés una escultura que el renombrado artista palmero Andrés González González esculpiera en honor al Capitán, como se recuerda aquí al legendario guerrillero oriental que recorriera de un extremo a otro la isla tras los pasos de Fidel.
Pero no es propósito de esta semblanza histórica hurgar en el expediente militar del guerrero (ya se ocupó de ello Mercedes Rodríguez Piñeiro en su incisivo libro Capitán de la montaña), sino presentarles el testimonio de un amigo y subalterno que junto a él echó leña al fuego de esa utopía fidelista, hecha realidad a finales de los ‘60 del pasado siglo, cuando se consumara el Plan Integral de Desarrollo concebido por el líder cubano para esta hermosa tierra. Es el hombre de carne y hueso el que despierta nuestro interés.
Pablo Silverio Blanco, quien permaneciera al lado de Borjas durante el periodo en que este dirigiera el singular experimento socioeconómico, nos da la bienvenida la mañana de domingo en el patio de su vivienda, brillosa la piel negra por el sudor, al empecinarse, en contra de la voluntad de su esposa, en darle unos retoquitos al vecino platanal.
“Diga mejor que Borjas trabajó conmigo”, se le escapa, de lo más jacarandoso, al responder a nuestra pregunta; y nos echamos todos a reír. “Soy fundador del Plan, y él se vino a incorporar un poco después, sobre todo en la siembra del 1 200 000 posturas de café, que fue la meta inicial. En cuanto no vio claridad en el asunto, Fidel lo mandó pa´llí”.
Una de las primeras anécdotas que nos hace el entrevistado da luz sobre el carácter del personaje que protagoniza la crónica intimista que nos propusimos: “Detrás de la casa de él, vivía Papito el de la DAU (extinta Dirección de Arquitectura y Urbanismo), como lo conoce la gente. Era un muchachito, y el Capitán me lo traía muchas veces al almacén que yo administraba. Figúrate, que al paso del tiempo me vine a enterar de que el muy maldito mandaba al niño a que le robara a Ito, como siempre me decía, galletas, azúcar, embutidos…, o cualquier otra mercancía, con tal de ponerme a prueba. No era fácil el hombre. Siempre que me acuerdo de sus cosas, aparte de la tristeza, me dan risa las locuras que vivimos juntos él y yo”.
Hacemos una pausa en el diálogo cuando irrumpe Maritza con la taza y un criollísimo café. Mientras lo degustamos, Pablo ahonda en este cariz poco conocido del hombre en que confiara Fidel para llevar a término su tanteo sobre la experiencia comunista en el valle de San Andrés de Caiguanabo:
“Él no tomaba, pero era enfermo al dominó. Fíjate que una vez se presentó un ciclón y me dijo: ‘Ito, vamos a jugar unas mesitas ahí’. Empezamos a las seis de la tarde y terminamos al otro día a las nueve de la mañana. Ciento tres partidos echamos”, y se le escapa una carcajada.
Más allá de esa picardía que lo identificaba como cubano a prueba de balas, otras aristas hacían atrayente y distintiva la personalidad de Borjas. Sobre el porqué nunca dejaría de usar el uniforme militar, aun contraviniendo disposiciones, nos explica el interpelado: “Borjas era mi amigo, y me contó esto que les cuento: ‘Cuando vinimos de la Sierra, nos fuimos pal’ Quinto Distrito y, aunque yo era un tipo serio, un día tanto dieron los jodedores que me embullaron a irme con ellos a darme unos buches de ron y a… (Impublicable. Y la risa suma a Maritza, a pesar de su condición de esposa y mujer). Un oficial me prestó la camisa de civil para fugarnos y cuando me estaba cambiando en la Posta 1, ¡muchacho!, se me apareció Camilo. Pa’ qué te cuento Ito, ¡qué aprieto! Se me quedó mirando, lelo, y se le fue un ca…. cuando me sacó en cara que hasta yo estuviera en esas cosas. De ahí palante no hubo quién me hiciera quitarme el traje verde olivo de arriba, hasta el santo día de hoy ‘. Eso me lo dijo a mí solito el Capitán”.
Pablo se acomoda en la silla, devuelve la taza a Maritza y se le iluminan los ojos al recordar un suceso que dice mucho acerca del espíritu guevariano que nutría a Borjas, el mismo que marcaría su vida desde que fuera nombrado jefe de la zona por Fidel.
“No me olvido la tarde que Camacho (Julio Camacho Aguilera, dirigente partidista en Pinar del Río) lo llamó porque el central Sanguily estaba paralizado, sin caña. Como habíamos cumplido ya la meta en el café, el Capitán organizó a la tropa y montamos un campamento cañero en un dos por tres. La cosa estaba dura; había que mover la mocha día y noche. Una buena mañana me dice: ‘Oye, Ito, vamos a La Palma pa’ contentar a la gente y quitarle el frío, que ya vez que no se ha vuelto a parar el ingenio’. Y nos mandamos pal’ pueblo en su yipe. En el bar piloto de las cuatro esquinas había ron en una especie de pipitas y cuando le digo a qué veníamos a Caridad, el dependiente, este nos responde que el ron estaba congelado por la jefatura. Mira, na’ más que lo oyó, Borjas saltó como un muelle y le dijo de lo más jodedor: ‘¿Congelado? Oye, Ito, qué casualidad. ¿No es así que se lo empinan los muchachos? ‘. (De nuevo la risa nos obliga a la pausa). Brincó por arriba del mostrador, me alcanzó par de aquellas pipitas y, ante el asombro de Caridad, me dio el dinero que costaban y yo se lo di de lo más contento. Así era con su gente el jefe: no quería cuento con nadie”.
Dentro de tantos recuerdos compartidos, elegimos para el cierre uno que nos remite de inmediato a su relación conyugal y que pone en evidencia el muy intenso amor que existía en la pareja, esa que tantos años atrás formaran Manuel Borjas y Celia Calzadilla en su terruño natal: Holguín.
“Él adoraba a su mujer, y ella, ¡alaba’o!, ni qué decir. Le aguantaba cada cosa. Figúrate que un día llegó el jefe con un viaje de mejoramiento para el patio y Celia tenía la ropa en la tendedera. Le gritó desde el camión que la recogiera y un par de veces más se lo repitió, pero, como ella se entretuvo en la cocina, le dijo al chofer que había que aprovechar el tiempo y lo mandó a voltear. Imagínate cómo habría quedado llena de churre la ropa con la nube de polvo que se armó. Ella se asomó, asustada, y cuando se dio cuenta, por no echarse a llorar de la roña, se puso a mover la cabeza como diciéndole, así mismo te la vas a poner. Na’, cosas de gente que se quiere mucho. Así eran ellos dos”.
Es casi mediodía. Seguimos hablando durante un rato más, antes de despedirnos y dar sentidas gracias a él por su inestimable testimonio y a Maritza por el rico café.
Mientras cerrábamos el portón, nos miramos periodista y fotógrafo y no hizo falta palabras para ponerle adjetivos a la jornada. Nos íbamos cargados de sabia información sobre Manuel Borjas Borjas, ese guajiro oriental en quien tanto confiara Fidel; quizás el único teniente coronel en la historia que nunca dejó de ser Capitán.