En el monte aledaño a la finca Santa Rosa de Cabaniguao, en la jurisdicción de las Tunas, una muchacha de cabellos castaños y piel de porcelana, cuidaba a su padre, que yacía postrado a causa de la fiebre tifoidea.
El enfermo era asistido además por un negro fiel, que en tiempos pasados fue su esclavo y ahora lo protegía y alimentaba como solo se hace por un familiar o un amigo muy querido.
Pedro Figueredo Cisneros (Perucho), el moribundo, había sido un amo bondadoso, incapaz de infligir sufrimiento a ningún ser humano. Llegó a tener bienes y riquezas como para vivir holgadamente el resto de sus días, pero eligió el camino sin retorno de la libertad de su Patria, una ruta signada por el hambre, la pobreza, la persecución constante, la enfermedad y la muerte.
Candelaria Figueredo, la hija, consiguió almacenar en una hoja, algunas gotas de agua de las que desprendían los árboles, cantidad insuficiente para saciar la sed del enfermo, agobiado por una tos seca y sudoraciones constantes.
Se alejó unos metros, con el fin de colectar un poco más de agua y se percató de que un grupo de militares españoles avanzaba en dirección a donde se hallaba su papá.
Inconscientemente emprendí veloz carrera, oí un grito, ayes, y no oí más nada, pues había caído sin sentido. ¿Cuánto tiempo me duró este desvanecimiento? No lo sé; pero al recobrar mis sentidos casi anochecía y un silencio sepulcral reinaba a mi alrededor. Poco a poco me di cuenta de lo que había pasado, y loca de dolor traté de salir fuera del bosque, lo que conseguí, tratando de encontrar las huellas que habían dejado los enemigos; pero nada encontré, entonces me volví al bosque y como llovía a torrentes me senté debajo de un árbol. Allí pasé la noche más cruel de mi vida, relató en su autobiografía.
Canducha tiritaba de frío y lloraba, como mismo lo hacía el cielo en esos instantes sobre su cuerpo.
Pensó en su mamá, Isabel Vásquez, y en sus hermanos, dispersos tras la huida de esa jornada, algunos presos y otros perdidos en el campo desconocido.
Le dolió imaginar el destino terrible de su padre, abogado y autor de la letra y melodía del himno de Bayamo, quien moriría fusilado cinco días después, el 17 de agosto de 1870, en un matadero de animales en Santiago de Cuba.
Cesó la lluvia al fin, el cielo se iluminó con las primeras luces de la mañana y Candelaria, con las piernas débiles por la falta de alimentos y en compañía de una morena que la quiso ayudar, emprendió la búsqueda de algún familiar o conocido.
La guiaron hasta un rancho pobre donde residía, muy enfermo, el patriota Miguel Figueredo, su tío paterno. Allí tuvo el gozo de reencontrarse con sus hermanos menores Luz y Ángelo, que corrieron a abrazarla emocionados.
En abril de 1871, un delator informó a los españoles la ubicación de Miguel. Este fue atrapado, pero sus tres sobrinos consiguieron escapar.
Mientras corría a toda velocidad, Canducha pensó en las palabras que una vez le dijera Perucho: “Tú, huye por medio de las balas, que te cojan muerta, pues debes preferir la muerte a caer en sus garras.”
LA ABANDERADA
¡Cuánto le hubiera gustado abrazar a su padre en ese momento! La conexión de ambos era realmente especial. Entre todas sus hijas, él la eligió a ella para ser la abanderada de la tropa que el 18 de octubre de 1868 partió del ingenio Las Mangas rumbo a Bayamo, con el fin de tomar aquella ciudad.
La chica tenía entonces 16 años. Iba montada a caballo, con un vestido blanco de amazona, un gorro frigio y una banda con los colores blanco azul y rojo.
El pueblo recibió con vítores a los insurrectos y a su abanderada y el 20 de octubre, se materializó la toma de la ciudad, donde se estableció la sede del primer Gobierno de la República en Armas, presidido por Carlos Manuel de Céspedes.
Durante tres meses los bayameses vivieron libres, ensayaron su propia forma de gobierno y dictaron medidas de alcance popular como la enseñanza gratuita, la apertura de talleres para emplear a los pobladores y la organización de una guardia cívica para velar por el orden ciudadano.
Incómodo con dicha situación, el Conde de Valmaseda, capitán general de Cuba, nucleó un gran contingente para recuperar la urbe, devenida una amenaza contra la hegemonía de España en Cuba.
Los mambises, inferiores en hombres y armas al ejército ibérico, prefirieron incendiar la ciudad, antes de entregarla a las autoridades coloniales.
Desde la finca Valenzuela, la familia de Perucho observó el cielo enrojecido en dirección a Bayamo y lloró por las cosas queridas que se consumieron entre las llamas: las casas solariegas, los vestidos finísimos, los pianos…
Los Figueredo secundaron a su patriarca y lo siguieron a la manigua, donde sufrieron mil penurias como las descritas hasta este punto. Lo peor fue vivir en una huida constante.
En julio de 1971, la tropa del comandante Budrea, pudo capturar finalmente a Canducha. La llevaron prisionera al fuerte Zaragoza, en Manzanillo, tras comprobar que aquella señorita era la autora de una carta encontrada durante un registro realizado en el campamento de Miguel Figueredo. La misiva iba dirigida a su cuñado Carlos Manuel de Céspedes (hijo del padre de la Patria) y en sus líneas afirmaba que “preferiría ser pasto de los tiburones a caer en poder de los españoles”.
PRISIÓN Y DESTIERRO
Los primeros días en la cárcel resultaron los más terribles. La incomunicaron con otra prisionera, Borjita, hermana del presidente de la República en Armas, en una habitación parecida a un granero, desprovista incluso hasta de una cama decente donde poder recostarse.
La sed las atacó a ambas con fuerza, puesto que en aquel lugar solo había un garrafón de agua hedionda que no se atrevieron a tomar.
Temerosa por la suerte de su hermana, Luz Figueredo, que tenía apenas 15 años, se llenó de coraje y pidió entrevistarse con el temido Conde de Valmaseda.
El capitán general explicó a la niña que Candelaria había dado muchos escándalos, como entrar a Bayamo con la bandera y arengar a la tropa; y que tales muestras de rebeldía no podían ser admitidas en la Isla, por lo que en breve esta tendría que salir del país.
Luz y Ángelo decidieron compartir el destino de su hermana y partieron con ella a Estados Unidos.
El comandante español Francisco Almoguera, digno, a pesar de su jerarquía, escoltó personalmente a los jóvenes hasta el bergantín Annie, para prever que ningún voluntario los fuera a atacar. Había planificado cada detalle de la partida con el capitán de la embarcación, que no dudó en ceder su propio camarote a los muchachos, el único disponible en aquel buque dedicado a la carga de madera con destino a New York.
El navegante los invitó a tomar cerveza en compañía de Almoguera; pero Canducha se rehusaba a compartir con este último, por su condición de oficial español, a pesar de todo lo que había hecho por ella.
– Señorita, tendrá siquiera la bondad de sostener la copa un instante en sus manos -insistió el comandante y para sorpresa de los presentes, propuso un brindis por la independencia de Cuba.
-Ahora sí -dijo Canducha y tomó hasta la última gota.
Con ese gesto quiso Almoguera ser cortés con la hija de un hermano masón, al que apreció siempre, a pesar de militar en el bando contrario.
Canducha escribió en sus memorias que dicho sujeto permaneció en el barco hasta entrada la noche y se despidió muy satisfecho, de haber podido ayudar.
Luego de una corta estancia en New York, los hermanos viajaron a Cayo Hueso para reencontrase con su madre, a quien no veían desde hacía más de un año.
En esa ciudad norteamericana Candelaria encontró el amor de un buen hombre, el matancero Federico del Portillo, cuya compañía le ayudó a soportar la crudeza del exilio.
Tras el fin de la dominación española, la pareja retornó a Cuba y se estableció en La Habana con sus hijos.
El 19 de enero de 1914, en su casa de la Víbora, falleció la abanderada del 68. El adiós de su pueblo fue apenas una nota desabrida en algunos periódicos de la época. Olvidada y pobre, murió aquella flor de la guerra, que aun entre los escombros, halló sustrato para su grandeza.