En un mundo marcado por las desigualdades y las heridas abiertas por la discriminación, la violencia, la privación de derechos y el vacío legal con que tropiezan las necesidades de muchísimas personas, plasmar en letra de ley la diversidad que habita en los hogares de un país es, cuando menos, altruista, esperanzador. Cuba lo ha hecho.
Ahí está –como resultado de una sociedad que hace mucho tiempo reescribió, desde la práctica y la cotidianidad, las formas de ver, entender, vivir y aceptar la pluralidad de las familias– una nueva norma jurídica que se atempera a la realidad de su gente.
Se trata de reconocer y proteger, en el ámbito familiar, la esencia martiana de una Cuba con todos y para el bien de todos, tal cual lo refrenda la Constitución de la República, aprobada en 2019.
No se trata de inventar fórmulas que privilegien los derechos de unos para cercenar las garantías de otros; sino de ofrecer luces emancipadoras para quienes hasta hoy no han podido legalizar sus afectos, o disfrutar de la maternidad y paternidad mediante vías no naturales, pero sí solidarias; para los unidos por lazos de amor y no sanguíneos; para los que sufren el maltrato doméstico; o, sencillamente, para todo el que en el futuro pueda necesitar de amparo legislativo.
No se trata de acomodar en una norma un ideal de país; ese ya existe, con sus matices, sus diferentes conflictos sociales y económicos. La ley, más bien, está hecha «a su medida».
Se trata de dar un paso histórico y necesario en el camino hacia la construcción de esa sociedad a la que aspiramos, en la que ningún niño, adolescente, joven, pareja, familia, adulto mayor o persona con discapacidad sienta vulnerados sus derechos.