Moler, beneficiar, procesar, envasar… y aunque la lista es más larga, en la UEB de conservas y vegetales La Conchita todo lleva la huella de más de 300 trabajadores que no escatiman esfuerzos cuando hay cosecha ni definen horarios cuando la situación es compleja.
Algunos han volcado buena parte de sus vidas al compás de la maquinaria de esta industria y la sincronía es tal, que funcionan a la perfección como partes inherentes de cada logro, de cada acierto.
“LA CONCHITA ME CAMBIÓ LA VIDA”
“¿Jubilarme?, que va. Mientras me sienta bien sigo aquí. La casa destruye a las personas”. Con ese ímpetu lleva Felicia Ramos Martínez 39 años de labor en la fábrica. A sus 65 no puede permanecer quieta mientras conversamos y cuenta con orgullo cómo le cambió la vida al llegar a La Conchita.
“Vivía en Puerta de Golpe, en una vivienda en malas condiciones. Apenas trabajaba, solo de vez en cuando me llamaban a ensartar tabaco. Mi esposo cumplió misión en Angola y gracias a la Revolución nos dieron una casita en Pinar, cerca de aquí”.
Alrededor de ocho años estuvo vinculada directo a la producción, con dos niños pequeños en casa que su esposo cuidaba en horario nocturno. “Hacía el trabajo que hoy hacen los hombres: carretillando galones, cogiendo latas calientes y echándolas en un bombo”.
Aunque su labor actual tiene que ver más con la parte del personal de las cinco áreas productivas, cada vez que hace falta se pone a envasar o a contribuir en lo que sea necesario, mucho más en tiempos de cosecha.
“Trabajo desde las seis de la mañana hasta que se termine. Así como tú me ves, dice mientras señala la delgadez de su cuerpo, fui secretaria del núcleo del PCC de Mantenimiento y de Mercado de la fábrica, secretaria de la sección sindical de la planta productiva, y hemos salido vanguardia varias veces. Además, participo siempre en el evento de mujeres directivas y me hicieron un homenaje en Villa Clara.
“¿Lo que más me ha marcado? Imagínate, he tenido muchos momentos bonitos, pero cuando me eligieron delegada directa a la Primera Conferencia Nacional de la Industria Alimentaria y la Pesca, aquello fue… pa’ qué decirte. También tuve la oportunidad de ir a la velada por la muerte de Fidel… inolvidable”.
En el año 2017, Felicia fue la trabajadora más destacada de “La Conchita”. Con cariño habla de la hermandad, el compañerismo, del vínculo que existe hoy entre los jóvenes y los más experimentados y del ambiente renovador que se respira en la UEB.
Su labor trasciende los muros de la añeja industria, pues cuando cerraron el Consejo Popular a causa de la COVID-19, no se quedó en la casa y decidió ayudar a los más necesitados. “Por 35 días fui mensajera, atendiendo 14 núcleos, sobre todo personas vulnerables, y nunca enfermé. Dentro de la casa no podía estar”.
Felicita, como la llaman algunos, ya tiene la dicha de contar con cuatro nietos y hasta un bisnieto. Asegura que la familia y el trabajo son su vida, y aunque permanezca muchas horas en la industria, confiesa que de la casa le gusta cuidar de su jardín y leer. “Soy una de las lectoras destacadas de la biblioteca provincial Ramón González Coro”.
¿Qué significa fábrica para usted?
‘“La Conchita’ me cambió la vida, significa todo para mí”.
HABANERO QUE LLEGÓ PARA QUEDARSE
“Todos los años decía que me iba y mírame, ya lo que voy es a jubilarme”. Así, entre risas, cuenta Julio César de la Vega Bécquer algunas anécdotas de los 36 años que lleva como jefe de laboratorio en la fábrica.
“Me gradué de ingeniero químico en la Cujae, pasé seis meses en las FAR y después llegué aquí, hasta hoy. Soy habanero y aunque lleve tanto tiempo en Pinar del Río, le sigo yendo a Industriales».
Según Julio César, en su etapa de estudiante cayó en la trampa de su esposa, quien por aquel entonces estudiaba en la Universidad de La Habana pero es natural de San Juan y Martínez.
“Cuando vinimos a Pinar le dije ‘allá solo voy a trabajar en la fábrica La Conchita’, pensé que se la había puesto difícil, pero respondió que en eso no había problema, y me puso al director al teléfono diciendo que la plaza era mía”.
Desde aquellos días pasó nueve años viajando diariamente de San Juan a la fábrica, muchas veces en bicicleta y con la esposa -quien aún trabaja en la Escuela Provincial del Partido- en la parrilla, hasta que les dieron un local en el municipio cabecera.
Aquí formó una familia. Con orgullo habla de sus dos hijos: «la hembra estudió Derecho y el varón integra el equipo nacional de triatlón».
En 36 años dirigiendo un eslabón vital de “La Conchita”, Julio César ha sido testigo de verdes y maduras, de etapas de más y menos resultados, pero siempre del esfuerzo constante y como él mismo reconoce, de la bondad de los pinareños.
“Han existido momentos difíciles, este que atravesamos ahora, por ejemplo, pero el periodo especial también fue duro. Mucha tecnología aquí se ha perdido por falta de piezas de repuesto, pero los trabajadores son ‘maquinitas’, siempre están dispuestos para hacer cualquier cosa y a la hora que sea. Tenemos un movimiento fuerte de aniristas, que tal vez no construyan un gran equipo pero permiten que la fábrica siga trabajando, que es lo más importante”.
¿Cuán relevante es el laboratorio?
“Tiene que ver con todo. En él se revisa la materia prima desde que viene del campo. Según el manual se acepta o rechaza, a veces se les hace una rebaja. Pero también inspeccionamos los envases, las etiquetas, los sazones, la fecha de vencimiento, la cantidad que entra… y contamos con analistas y técnicos que controlan distintos parámetros como la esterilización, la temperatura.
“Siempre estoy faja’o con los que traen la materia prima. Por ejemplo, a veces viene atrasada, a causa de falta de petróleo o roturas del camión, y sé que ellos no tienen culpa, pero nosotros respondemos por la calidad. Si nos ponemos a llorar todos, se pueden envasar las lágrimas, y lo que tenemos que envasar aquí son productos de calidad”.
Al inquirirlo sobre lo que más le ha marcado tras 36 años de labor no duda en responder al instante: “la solidaridad”.
En el año 2018 sufrió grandes quemaduras debido a un accidente de trabajo. «Son cosas que pueden pasar en estos lugares. Estuve 21 días en coma. No me contaban, en todos los partes el pronóstico era que moriría. La secretaria del sindicato era una de las que iba cada día a verme por el cristal. Y me salvé, más que por la medicina por la solidaridad». Luego se enfermó de COVID-19 y volvió a terapia intensiva, el posCOVID lo llevó bastante recio, comenta, y después pasó muy mal el dengue. “De todo me he escapado, parece que todavía no me quieren recibir del otro lado”.