Apenas frisan las nueve de la mañana de otro martes cualquiera. Estos días –los últimos de agosto y todos los de septiembre– han sido iguales. Al menos para los pinareños son jornadas cargadas de incertidumbre y «positivos» discursos tras un virus bárbaro que extiende su presencia exponencial en la provincia. Mil, o hasta 1 500 casos diarios de COVID-19 como promedio es una cifra que espanta, inquieta y desconsuela incluso a cualquier esperanzado de coraza optimista.
Quizás por eso, mientras camino con agenda y grabadora en la mochila hacia donde el combate es intenso, pienso en los riesgos que corremos diariamente, algunos tan al límite como vitales, necesarios. También imagino las historias de valor humano que de seguro encontraré cuando llegue al hospital de campaña de la Universidad de Ciencias Médicas Ernesto Che Guevara.
En la libreta llevo escrito con extremo formalismo cada pregunta, detallo lo que quiero, como si eso en estos casos de aventura a merced de lo furtivo sirviera de algo. Lo esquemático es muy débil, tiende a romperse cuando chocas con la realidad. Y así fue. Apenas cruzo la fina soga que limita la zona hospitalaria con las demás áreas de la Universidad y mi interrogatorio, el que había preparado la noche anterior, pierde validez.
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Desde el primer momento que conversé con Fidel Alejandro constaté que el clima natural de la Zona Roja en Ciencias Médicas es la sencillez de varios muchachos y muchachas, más jóvenes que yo. Para qué perder el tiempo entonces en formalismos, si la riqueza de los gestos y el actuar diáfano, jaranero, hablan por sí solo ante el peligro que late a cada paso.
A Fidel Alejandro Cabrera Fernández, voluntario que cursa el quinto año de Medicina, lo encuentro al romper los límites divisorios del riesgo sentado en una butaca medio rota, ubicada en el cuarto donde permanece toda la indumentaria de trabajo y los ropajes. Cualquiera pensaría al verlo así que, a sus 24 años, subir y bajar escaleras en un bloque de albergues de cuatro plantas devenido hospital, no es su fuerte.
Pero él, que pasó la COVID-19 hace apenas unas pocas semanas y se reincorporó ahora a labores “duras”, aun sin el alta epidemiológica, sabe que los motivos de su aparente descanso son otros.
“Anoche no pegué ojo, hermano. En la madrugada tuvimos hasta que bajar un paciente grave para trasladarlo”, me aclara.
La tarea de coordinar el trabajo de sus compañeros; de recibir pacientes, dar altas y cerciorarse de cada detalle no permite quietud ni fallas. “Fide” está al frente del hospital de campaña dentro de la Zona Roja, mientras termina la rotación de su grupo la próxima semana. Por ello no es de extrañar que en determinado momento el sueño venza a la voluntad, aunque sea por un breve intervalo de tiempo.
Esta es su séptima ocasión apoyando el combate contra el virus; en ninguna de sus experiencias anteriores de voluntariado, ni él ni sus compañeros de batalla han vivido una situación similar a la actual. De 114 capacidades, el hospital contaba el ocho de septiembre con 97 ingresos. «Y fue porque se dieron algunas altas, teníamos 112 pacientes ayer. Estamos trabajando en los límites, y en la tarde seguro entran nuevos”, afirma.
Luego de unos cuantos minutos en aquel cuarto, especie de pequeño recibidor que por una extraña razón hace recordar nuestros tiempos de adolescentes en escuelas internas, nos adentramos en el corazón de la Zona Roja: “Estamos escasos de ropa, pero ponte esta y vamos a conocer a los demás”, dice “Fide” ya habiendo roto la inercia del fugaz descanso.
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Doble nasobuco, gorro, pijama y pulóver es la única moda posible cuando el virus late cerca. En uno de los albergues descansan, hablan y ríen un grupo de jóvenes. Parece que su faena de media mañana ha terminado, quizás hasta que la merienda llegue para repartirla en una docena de cubículos o surja otro imprevisto.
Desde las siete y cuarto están levantados, algunos casi no han pegado ojo en estos días.
Entre Saúl, Marta, Lázaro, Melissa, Cristian, Roxana, Alexis, Anaily, Ogilve y Pedro, universitarios todos de diversas carreras, hay historias que, juntas, pueden englobar perfectamente las de los otros 32 equipos de voluntarios que rotan y conforman el grueso del trabajo en la Zona Roja del hospital de campaña. A ellos también la dureza de las últimas semanas los ha marcado.
Y aunque la muerte o la gravedad no rondan estos lares con la vorágine e insensatez que lo hace en otros centros hospitalarios de la provincia, sí viven momentos difíciles, complejos. Hoy mismo, bien temprano, han tenido que darle la noticia a una paciente del fallecimiento de su hija por COVID-19. “Eso es traumático para todos”, comenta Lázaro Montesinos González, quien a la altura de su primer año de Medicina es uno de los “veteranos” del grupo, si de cantidad de veces desafiando el peligro se trata, pues en edad apenas aparenta unos 20 años.
Aquí, entre médicos, enfermeros y voluntarios ninguno rebasa los 29. Tal vez por eso, lo mismo puedes encontrártelos con fichas de dominó en una pequeña mesa buscando una leve distracción que, de momento, verlos cargando balones de oxígeno escaleras arriba, repartiendo comida o limpiando los pasillos en las cuatro plantas del edificio. El cansancio también llega, nadie lo duda. Sin embargo, la voluntad suele tomar la palabra cuando el impulso pugna por ceder: “Hay que sacar fuerzas de donde no las hay para seguir”, dicen casi de modo unánime.
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Aunque la Zona Roja en la Universidad de Ciencias Médicas no es tan grande a la hora de desandarla, se empina hacia arriba con la altura de las complejidades y eso también tiende a desgastar. Dos doctoras, una enfermera y un enfermero se ocupan de la atención directa de alrededor de un centenar de pacientes que acoge el centro. La tarea parece en extremo dura, mas callan ante lo evidente, no se quejan.
Marién Martínez Álvarez es un enfermero joven que está de vacaciones tras cumplir misión en Venezuela. A pesar de su condición de vacacionista, y como la mayoría de los cubanos en situaciones adversas y sensibles, ante la llamada para incorporarse a la lucha frontal en Pinar del Río nunca renegó. Ahora, mientras uno de los voluntarios reparte la merienda en el tercer piso, él atiende a una anciana dócil y menuda en su silla de ruedas. Tiene 102 años y parece, por fortuna, que este virus no tuvo valor para ensañarse con tanta vida acumulada.
Otros pacientes; sin embargo, han corrido distinta suerte. Omaily Gómez Toledo, doctora recién graduada en el mes de junio y quién asumió el trabajo en pleno aumento de casos diarios, recuerda lo significativo de preservarles la salud a personas que se agravan de forma repentina: “Ellos siempre nos agradecen cuando salen de alta o en el momento que los remitimos a instituciones hospitalarias con mayor disponibilidad de recursos para su atención”.
Entonces, para salvar la vida de repentinos golpes, uno entiende que hoy no se requiere de sortilegio alguno sino de muchísimo sacrificio colectivo; de pequeños detalles que hacen brotar esperanzas para esta ciudad en pico ascendente, y dolida por los golpes de tantas semanas batiendo récords que nunca quisimos tener.