Ya no es difícil llegar a La Ceja. La otrora vía, repleta de agujeros, es hoy terraplén soberbio, y al que las escasas precipitaciones no han podido adornar de baches y pozas. El yipe avanza vertiginoso, un polvillo azulado penetra por el virabrisas. Miro el reloj, son las 2 y 20 minutos de la tarde, y voy al encuentro de una leyenda viva.
El preuniversitario de la villa tiene nombre de enfermera: cuentan que, Susana Margot Ávila Rúa llegó a Mantua procedente de Matanzas. Había combatido en la Sierra Maestra, sirvió en el sistema de Salud local, y dicen que hasta el último aliento, fue fiel a su tierra adoptiva y a la cofia impoluta que la distinguía.
En Mantua trabajó y amó a la enfermera Ohilda Aldul-Ruhman, ícono del trabajo asistencial y activa casi hasta el fin de su prolífera existencia. Sus retoños aún viven aquí.
Ellas fueron precursoras, y si en 1969 el sector hospitalario local contaba con ocho de estas profesionales, hoy suman más de 130 en toda la geografía noroccidental.
Cierro los apuntes. El auto se detiene frente al consultorio médico de La Ceja, tierra natal de la licenciada en Enfermería Yarelys Sánchez Díaz.
Hay prisa. Sus colegas llevan vacunas hasta Dimas y no tienen tiempo para presentaciones.
Yarelys me recibe con timidez extrema, y desde el primer momento sé que la entrevista tendrá sus primeros cinco minutos de hielo. Me ofrece asiento mientras organiza documentos. Saco la cámara y la enfoco. Ella nota el equipo y baja la mirada, le digo que luce magnífica, y me dedica la primera sonrisa de la tarde.
Yarelys es alta, su piel negrísima contrasta con el impoluto uniforme blanco. Sobre el pelo corto, la cofia bien sujeta. Se me antoja un lirio de los que crecen, caprichosos, en las frescas quebradas de esta región donde vive.
Miro sus manos de mujer madura, después el rostro que encierra la belleza heredada de sus ancestros. Hago varias fotos y le pido que caminemos por la comunidad.
“Nací en el valle de La Ceja, -me dice mientras desandamos trillos- muy cerca de aquí, al lado del pinar. Papá era campesino, mamá, ama de casa. Tiempo después hicieron este pueblecito para los socios de la cooperativa, y vinimos para acá”.
En casa de Danay Izquierdo la reciben con alegría. Ellas conversan, yo manejo la cámara.
¿Desde cuándo conoces a la enfermera?
“Imagínate, -responde la joven- desde los seis años, y ya tengo 26”.
¿La quieres mucho?
“Diría que demasiado”, dice y la abraza con fuerza. Yarelys ríe con la risa limpia de las personas buenas. Seguimos camino para visitar a otros pacientes.
“Yo era una niña muy tímida, de esas con lazos, trenzas y ropitas de guinga. Estudié aquí mismo, en la escuela de Pueblo Largo, que está más adelante. Después vino la secundaria y el pre, porque mi mamá no tenía estudios, pero quería que yo saliera adelante”.
¿Y lo de la enfermería?
“Creo que siempre me gustó, aunque no sabía bien de qué se trataba. Hice las pruebas de aptitud y me fui para La Habana. ¡Imagínate!, de La Ceja a la capital.
“Estudié en el hospital universitario Hijas de Galicia. Allí aprendí mucho de lo que hoy me es indispensable en este lugar, tan alejado y en medio de una situación difícil”.
¿Te graduaste en La Habana?
“No, el acto de graduación fue en Guane. Mi mamá asistió, pues ya su hija era enfermera. Me ubicaron en el hospital pediátrico Pepe Portilla de Pinar del Río, donde estuve hasta el año 2000”.
Entonces, ¿regresaste?
“¡Mira que sí! Me había casado. Ya tenía una niña y me era difícil hacer una vida de familia lejos de la casa. Los viejos no eran los mismos y, para ser sincera, este lugar me llamaba. Al principio me costó trabajo adaptarme a las rutinas de la APS (Atención Primaria de Salud), pero lo logré, pues, al fin y al cabo, lo que se aprende bien, se aplica de una forma u otra”.
Hacemos un alto bajo techo, al lado del terrenito de béisbol. El sol pica fuerte y allí corre la brisa con olor a pinos. Yarelys ya no es la del inicio de la entrevista.
¿Alguien me dijo que estuviste en Venezuela?
“Por dos años. Fue el momento en el que muchas enfermeras de aquí cumplieron misión en ese país. Regresé en el 2014, directico para mi consultorio”.
¿Hubo propuestas para acercarte a la cabecera provincial o al municipio?
“Algo de eso. A lo mejor algunos pensaron que el viaje me despertó las ganas de quedarme por allá arriba, pero los sorprendí”.
Tienes una hija…
“Si, y siempre llevo un poco de nostalgia conmigo. También tengo un nieto, pero se mudaron a Los Palacios y los extraño”.
¿Vas a verlos?
“Ellos vienen a cada rato, pero el corazón de una abuela siempre está encogido. Ahora es más difícil, por lo del transporte”.
Sus ojos brillan. Podría jurar que una lágrima escurridiza nubla su mirada. Entonces cambio el tema.
¿Se dan muchas situaciones de salud por acá?
“¡Muchacho!, he atendido de todo: pacientes politraumatizados, partos… Una tarde llegaron al consultorio con una joven a punto de dar a luz. No era de por aquí, el médico no estaba y puse manos a la obra. En el ómnibus en el que la trajeron venía una compañía artística, y entre ellos, un joven doctor que me ayudó.
“El niño ya es un hombrecito, viven por San Juan y mantenemos contacto. Fue peligroso, pero salió bien”.
¿No te asusta tener esta responsabilidad con mínimos recursos y lejos de los centros asistenciales de la localidad?
“Todo en la vida es un sacrificio. Al menos para mí, ha sido eso. Lo importante es que te guste lo que haces, y lo hagas con amor. Aquí en mi comunidad conozco a cada habitante, de todas las edades, sus problemas de salud y sus situaciones personales. Dicen también que soy muy exigente…”.
¿Peleona?
“Bueno sí, peleona, pero es por el bien de todos, porque como dices, hay pocos recursos y estamos lejos. En la cosecha de arroz, estoy pendiente de cualquier fiebre o estado anormal de los jóvenes y adultos varones. En invierno, con los recién nacidos y los más pequeños. Que si las vacunas, que el esquema. En fin, lo que corresponde a una enfermera de APS”.
Vamos de regreso al consultorio. Yarelys aprovecha para visitar la bodega; en la parada del ómnibus le preguntan por los turnos para el ortopédico y terminamos a la vera del terraplén, en casa de la joven Laura Elena. Allí bebemos agua.
“Ella es lo mejor que tenemos por acá. Es como un familiar cercano”, dice la joven. Yarelys suelta su risa de dientes lindos y la mira con cariño.
En la distancia, bajando la loma de Pueblo Largo, diviso la silueta inconfundible del yipe de Salud Pública. Queda el tiempo justo para una última pregunta.
¿Te irías algún día, por ejemplo, para Los Palacios?
“No, mi vida siempre ha estado aquí, y mi gente me tendrá hasta que no pueda levantarme para ayudar. Soy la única enfermera en La Ceja, y con este uniforme blanco me verán echando pa’lante todo el tiempo”.